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EL LIBERAL . Santiago

¿Vivimos anestesiados?

08/05/2021 22:32 Santiago
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¿Vivimos anestesiados? ¿Vivimos anestesiados?

Q uien haya pasado por una cirugía sabe de los efectos de una anestesia. Esa agradable sensación de desconexión, ligera al principio, hasta perder por fin la conciencia. Nada se siente, ni duele, aunque algo (o alguien) esté hurgando en lo más profundo de nosotros. La medicina nos ha evitado muchos dolores y eso, claro, se agradece. Pero muchas veces nos evitó, además, poder experimentarlos en todo su espesor, con nuestro ser pleno, para tener la posibilidad cierta de elaborarlos y dejarlos fluir de una manera saludable por nuestro cuerpo y nuestra alma.

Esa sensación de irse, de no estar en el cuerpo, la ofrecen hoy una gran cantidad de drogas. Tal vez no en su grado más alto, como en el efecto de una anestesia general, aunque si sumamos la variedad que existe (legales y no), más la enorme cantidad de gente que las consume, el efecto a gran escala se adivina potente.

Antidepresivos, ansiolíticos, sedantes, somníferos nos ponen frente a una disyuntiva vital: ¿cuándo, cómo, por qué y por cuánto tiempo tomarlos? En muchos casos, se convierten en una muleta, una ayuda para seguir adelante cuando el camino se visualiza sin una sola luz al otro lado. Y entonces, nadie podría objetar su utilización. Sin embargo, nunca es tarea sencilla determinar el costo-beneficio real, ni tampoco saber si consumiéndolos tendremos la oportunidad de ver que sí, que hay luces al costado del camino.

“El estrés impacta duramente en la vida de los seres humanos, y al no poder enfrentar sus desafíos, se recurre a ‘muletas’ farmacológicas para disminuir la ansiedad y controlar la angustia existencial. Asimismo, la dificultad para conciliar el sueño crece y, por lo tanto, se agregan, a los ansiolíticos y los antidepresivos, medicamentos para inducir el sueño. Esto no es más que intentar paliar en forma química una situación que tiene otras causas. Pero es únicamente yendo a esas causas que se puede cambiar el presente y el futuro de una persona”, destaca el doctor Walter Dresel, médico uruguayo que en 1988 fundó el Centro de Medicina del Bienestar, con la idea de crear un centro modelo que se ocupara de tratar a sus pacientes desde un enfoque integral y no sólo a partir de sus síntomas.

Es que de eso se trata: de escuchar qué hay detrás de los ruidos físicos, puros estertores de un sinfín de pensamientos, angustias, deseos y esperanzas que laten en el fondo mismo del dolor. El pensador austríaco Ivan Illich (sí, el mismo nombre del personaje de Tolstoi) supo hablar, ya a mediados del siglo XX, de “sociedad medicalizada” en su libro Némesis médica. La expropiación de la salud (con Némesis, se refiere a la diosa griega que castigó a Prometeo, codicioso ladrón del fuego, condenándolo a que un buitre le devorara las entrañas durante el día, mientras que los dioses lo curaban con crueldad por la noche). Aquí, un fragmento del capítulo “La supresión del dolor”: “La civilización médica tiende a convertir el dolor en un problema técnico y, por ese medio, a privar al sufrimiento de su significado personal intrínseco”, para luego concluir: “El deber, el amor, la fascinación, las prácticas rutinarias, la oración y la compasión han sido los medios que permitieron soportar el dolor con dignidad antes de la industrialización“. Según Illich, la sociedad ha respondido con “matadores del dolor” para quitarles a las personas agobiadas la posibilidad de ejercer un pensamiento crítico.

¿Y si es cierto eso de que estamos tapando mucho más que el dolor con fármacos? ¿Y si nos hemos adormecido ante la posibilidad de activar un cambio, por más doloroso que sea? Nuestra realidad tiene eso: nos enfrenta todos los días con golpes certeros que duelen, como esta cuarentena que parece no terminar nunca. Pero son golpes que quizá también, con su impacto, podrían espabilarnos.

Promesas en blíster

–No puedo dormir, ¿qué me recomendás?

–Ah, probá con esto, se lleva mucho últimamente.

Típica y lacónica conversación que antecede a la compra de un medicamento. O a veces ni siquiera eso, porque el “remedio” está directamente en góndola y se puede tomar con las propias manos. Los que requieren recetas archivadas tampoco garantizan encuentros más extensos. ¿Se ve a la persona detrás del comprador? ¿Se le pregunta por qué consume esas drogas? Poco y nada.

Clonazepam, zopiclona, lorazepam, encabezan la lista de los medicamentos que más se venden por estos días, según el Sindicato Argentino de Farmacéuticos y Bioquímicos. No es para menos: el efecto pandemia generó enorme angustia en las personas, sumado a la fuerte crisis económica que se ha intensificado en estos últimos meses. Y a lo mejor suene un poco obvio, pero nunca está de más decirlo: ninguna droga, por más eficaz que parezca, logrará solucionar los problemas de fondo.

“Trabajé durante treinta años como farmacéutica comunitaria y hay varias lecturas de este fenómeno. Una de ellas es que los médicos prescriben en el tiempo, sin volver a evaluar al paciente, cuando esas drogas fueron diseñadas para usos breves. Por otro lado, se ha perdido el modelo sanitario de farmacia, donde un profesional quedaba a cargo de una comunidad. Yo siempre trabajé en el mismo lugar donde nací, Santos Lugares, conocía a las personas y ellas me conocían a mí. Hoy hay farmacias shopping que tienen el sector de medicamentos bien atrás, para que el paciente atraviese góndolas y consuma, y el personal trabaja condicionado para que la dispensa sea breve y aumentar así las operaciones. Entonces, nadie ve a quienes llegan tristes, cuando debería haber un intercambio”, destaca la doctora Laura Raccagni, coordinadora del Observatorio de la Confederación Farmacéutica Argentina (CFA).

Sin embargo, tampoco es justo que el asunto caiga, con todo su peso, sobre farmacéuticos, médicos o pacientes exclusivamente. “Hay una responsabilidad compartida. Como es difícil convivir con una persona que tiene problemas, se le sugiere que tome algo para aliviar su sufrimiento. Además, los médicos, en su impotencia por no disponer de tiempo para poder escuchar en profundidad al paciente, acceden a recetar para disminuir sintomatologías”, indica Dresel.

“¿Son necesarios los psicofármacos? ¿Tapamos las hendijas de la realidad con pastillas para que no pase para adentro? Tengo que responder sí a las dos preguntas, según en qué caso se las realice. Pero no tengo dudas de que los psicofármacos dados criteriosamente pueden ser muy necesarios, aunque siempre en el marco de un enfoque interdisciplinario –apunta la licenciada Virginia Gawel, psicóloga directora del Centro Transpersonal de Buenos Aires y columnista de Sophiaonline.com.ar–. En verdad, creo que en la mayoría de los casos es la medicación la que puede ayudar al psicoterapeuta a que su paciente esté en condiciones de aprovechar mejor su tratamiento. Por eso –entre otras razones–, insisto en que para los problemas afectivos, emocionales, internos se requiere un terapeuta que se haya formado académicamente y esté en condiciones de evaluar cuándo hace falta el apoyo de un psiquiatra y cómo realizar una interconsulta profesional con él. Digo esto en tiempos en los que a la vuelta de la esquina, al lado de esos farmacéuticos, hay, aquí y allá, quienes venden ‘carreras’ de ‘terapeutas’ en unos poquitos meses y con salida laboral”.

Es importante destacar que la industria farmacéutica es una de las que más creció durante los últimos siglos. Solo en 2019, el clonazepam vendió 132 millones de unidades. Y a raíz de la cuarentena la demanda explotó: tan solo entre enero y marzo de este año ya se comercializaron 36 millones.

Eulalia Pérez Sedeño, profesora de Investigación en Ciencia, Tecnología y Género del Consejo Superior de Investigaciones Científicas de España y miembro del Consejo Asesor de la Red-Cátedra de Mujeres, Ciencia y Tecnología en Latinoamérica, explica: “Es una medicalización que despersonaliza y, lo que es peor, produce mucha insatisfacción en las personas, porque hace que sea diferente el sentirse bien del estar bien”. Pero, claro, desde que la ciencia asumió la conducción ética de nuestras sociedades, la farmacopea es una promesa rimbombante: vidas prolongadas, dolores suprimidos, enfermedades revertidas, o al menos en pausa.

El mensaje, por cierto, caló hondo y ganó adeptos. ¿O seudoadictos?

Tiempo atrás, un relevamiento del Centro para el Desarrollo de Políticas Públicas de Salud de Córdoba determinó que la mitad de las publicidades televisivas sobre medicamentos viola las normas de la Anmat, induciendo a su uso indiscriminado. “La dificultad que este uso indiscriminado oculta es la incapacidad que tenemos para aceptar nuestra realidad. Preferimos la ingestión de pastillas de distintos colores que atenúan nuestros sentimientos, pero no resuelven ni por asomo nuestros verdaderos conflictos”, opina Dresel.

Las cifras hablan por sí solas: según un estudio de la CFA, el 82% de los argentinos toma medicamentos de venta libre (la mayoría por recomendación de un familiar o amigo) y el 54% los lleva en la cartera o en el bolsillo. Asimismo, 9 millones de argentinos reconoció utilizar psicofármacos. Raccagni asegura que se trata de una práctica arraigada culturalmente: “No se ve con buenos ojos a quienes sufren, a quienes duelan. Se les exigen procesos de tristeza cortos y se les aconseja tomar tal o cual cosa para terminar rápido con eso”, destaca. Para Virginia Gawel la díada básica sería apelar a la psicoterapia y a tener una vida lo más saludable posible: “Bien nutrirse, desintoxicarse, descansar, reírse, ser creativo, aprender a meditar, despejar nuestros círculos afectivos de gente enfermante… Cuando esto no alcanza, un buen psiquiatra sabrá recetar el psicofármaco necesario, criteriosamente. Sin lo primero, posiblemente de poco sirva”.

Adiós, pastillas, adiós

“Cuando dejé de tomar antidepresivos, fue como si me hubiera despertado de un largo sueño”, confiesa Ana Laura Silva, una mujer de 48 años que los consumió durante dos años sin interrupción, luego de divorciarse. ¿Por qué? Porque estaba triste, se sentía sola, tenía miedo, no podía dormir… “Lo normal después de una separación complicada”, dice ahora. Pero en ese momento no podía ver que sería un proceso que debía atravesar y, entonces, la ayuda química se convirtió en su bálsamo. “Buscaba sentirme anestesiada y me costó dejarlos, por la costumbre y porque tenía miedo de volver a estar mal. Pero eso no fue lo que ocurrió. Hay que tener cuidado y respeto por los que sufren, aunque sin perder de vista que detrás de todo dolor, hay muchas cosas a las que aferrarse. A mí, por ejemplo, me sirvió unirme a un grupo de mujeres que colaboran con un comedor de La Plata”, confiesa.

Para el presbítero licenciado Rubén Revello, director del Instituto de Bioética de la UCA, el creciente consumo de psicofármacos es un tema complejo que no admite una sola mirada. Pero destaca que la falta de trascendencia suele opacar el camino: “Somos una sociedad poco preparada para la fortaleza, en cuanto a la capacidad para enfrentar la dificultad y sostenernos. Acá sacrificarse es algo que debemos evitar. Nuestro estándar de vida es a veces cómodo, y si a eso le sumamos la fuerte presión social, la inestabilidad laboral, la inseguridad en un sentido global y la labilidad de los vínculos, podemos comprender tanta dificultad. Esa condición nos vuelve frágiles y así resulta costoso hacerse cargo del otro. Y en una sociedad donde nadie se hace cargo de nadie, los fármacos son una forma de alienarse, de seguir viviendo de manera egoísta”, observa, y propone revalorizar una palabra: “abnegación”. “Tener la capacidad de trabajar conjuntamente por el bien común. Postergarse uno en pos del otro”, describe.

El pensador polaco Zygmunt Bauman nos habla de cuán deforme se vuelve una sociedad a partir de la precarización de los vínculos humanos, y Revello retoma su idea para agregar: “Como el hombre es un ser social y hay muchos espacios quebrados, fragmentados, el costo entre lo que somos y lo que debiéramos ser es ocupado por cualquier tipo de enajenación. Ninguna droga causa el mismo efecto que el amor y el sentirse parte de una comunidad o de una familia”, considera, y puntualiza que el único límite infranqueable para el ser humano es su propia finitud. “Ante la muerte, uno aprende a vivir. ¿Por qué? Porque lo material pierde sentido y hay que enfrentarse con la necesidad de trascendencia. En la medida en que no recuperemos los vínculos entrañables y el sentido de la vida, no vamos a estar en condiciones de sanar. El ser humano está enfermo espiritualmente, pero la solución es sorprendente, porque todas las religiones e ideologías, incluso la marxista, llegan a lo mismo: al acto de amor profundo por el bien de quienes nos rodean”.

Al igual que Revello, Dresel considera que, para mitigar el dolor existencial, no deberíamos pasar por esta vida sin encontrar un propósito: “Lo más importante es encontrar un porqué y un para qué en la vida. El ser humano es indivisible y cuerpo y alma van estrechamente unidos. El día que todos comprendamos que es así, seguramente habrá muchas menos enfermedades y muchos menos enfermos”.

Entonces, tal vez valga traer aquí las palabras del gran escritor Hermann Hesse, maestro a la hora de guiar a los caminantes cansados por los vericuetos del alma: “Los problemas no existen para ser resueltos, son únicamente los polos entre los que se genera la tensión necesaria para la vida”. La vida, ese camino que en el mejor de los casos se hará largo y lleno de tropezones y caídas. Será cuestión de andar despiertos para ser capaces de sentir el inmenso valor de cada pisada que damos.


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