Los golpes de estado en la Argentina (tercera parte) Los golpes de estado en la Argentina (tercera parte)
La conmemoración de los hechos históricos traumáticos para la sociedad debe realizarse siempre, más allá de la simpatía o la antipatía que generen en la memoria. Decía el presidente Nicolás Avellaneda que “los pueblos que olvidan sus tradiciones pierden la conciencia de su destino; mientras que los que se apoyan sobre tumbas gloriosas son los que mejor preparan su porvenir”. A la inversa, la mejor forma de preparar el destino es recordar, con claridad y con verdad, lo oscuro del pasado, que es lo que no se debe repetir.
Los golpes de estado son acontecimientos de la historia que los argentinos han demostrado que se quieren dejar atrás para siempre. 1983 marcó el fin de una época. Durante 53 años, la participación militar en el poder político provocó desvíos múltiples: el de las fuerzas armadas que dejaron su razón de ser de lado para influir decisivamente en la vida nacional alterando la vida política; y el de la dirigencia política que olvidó su responsabilidad, en la creencia errónea de que el “partido militar” acomodaría ciertos desaguisados para después volver al curso natural de las cosas.
La década de 1960 marcó el apogeo del “partido militar”, o sea el uso de las fuerzas armadas como un recurso para resolver los problemas políticos a los que los partidos tradicionales no encontraban solución, en tiempos en que los protagonistas no hallaban una forma de dialogo madura para normalizar el curso de la historia. La asunción militar del poder en el golpe de estado de 1962, abortada por la astuta maniobra de un juez, dio paso a la apertura de una caja de Pandora institucional, con el nacimiento de revoluciones con ansias de perpetuidad e intenciones fundacionales.
Entre 1960 y 1973, sólo hubo cinco años de vigencia de la Constitución. Lo irregular se fue convirtiendo en lo común, y lo legal en un deseo inconcluso. De esto trata este artículo en las páginas de “El Liberal”.
El derrocamiento de Frondizi y el gobierno de Guido
El cuarto año del gobierno de Arturo Frondizi estuvo marcado por acontecimientos que alteraron el clima que se vivía en el país. La conversión al marxismo de la revolución cubana, el triunfo de las fuerzas neoperonistas en las elecciones provinciales y legislativas de 1962, y sobre todo la entrevista secreta entre el presidente y el ministro de relaciones exteriores cubano, Ernesto “Che” Guevara, les pareció suficiente argumento a los militares, que analizaban la realidad política argentina como si fuera su misión, para acabar con el gobierno democrático. Los logros económicos y diplomáticos de Frondizi no sirvieron para nada en estas circunstancias.
Luego de decenas de planteos militares, el 29 de marzo de 1962 el presidente fue presionado para que se vaya, a lo que contestaría palabras que quedarían para la historia: “No renunciaré, no me suicidaré, no me iré del país”. Frondizi fue detenido entonces por orden de los tres comandantes, el general Raúl Poggi, el almirante Agustín Penas y el brigadier Cayo Alsina. Allí comienza una saga curiosa que cambiaría la historia prevista. Julio Oyhanarte, juez de la Corte Suprema, llamó a sus pares y propuso convocar a José María Guido, presidente provisional del Senado, para que asumiera la presidencia. El vice de Frondizi, Alejandro Gómez, había renunciado en 1958.
La negativa de Frondizi a renunciar dilató la toma del poder por los militares, lo que permitió que al día siguiente, en un acto insólito hasta hoy, Guido jurara la presidencia en el Palacio de Tribunales, frente a la Corte en pleno. Inmediatamente se dirigió a la Casa Rosada, impuso su autoridad y logró frustrar la asunción del general Poggi como presidente. Guido, un dirigente hasta entonces irrelevante, intentó llevar adelante un gobierno de apariencia constitucional, pero la negativa militar a liberar al presidente derrocado, la anulación de las elecciones de 1962 y la resistencia de los intransigentes a sesionar en el Congreso, obligaron al presidente “nombrado por la Corte” a convertirse en el único civil gobernante de facto, que cual malabarista asustado, logró en medio de enormes presiones cumplir su cometido.
La provincia de Santiago del Estero, fruto de la inestabilidad nacional, tuvo tres gobernadores en sólo un año y medio: Pedro A. Molinari, Gabriel Maleville y Germán Quintana. El brutal conflicto interno militar entre los “azules” y los “colorados” dio el triunfo a los que apoyaban a Guido, y por eso el porteño afincado en Viedma pudo conducir al país rumbo a las elecciones de 1963, en las que resultaría electo el radical del pueblo Arturo Illia.
La Revolución Argentina
Ningún gobierno hasta entonces sufrió una campaña tan fuerte en su contra como el de Illia. Hacia 1965, los mandos militares se autoconvencieron de la necesidad de organizar un gobierno de facto de largo aliento, a la usanza de la dictadura brasileña iniciada en 1964 y que terminaría en 1985, que tomaba a su vez como ejemplo al español Francisco Franco, que gobernaba desde 1939 y seguía en el poder. El gobierno radical fue atacado sin piedad por la prensa opositora a través de diarios, revistas, radio y televisión. El espíritu democrático del presidente y su convicción sobre la libertad de prensa, quizá un poco fuera de época en sus métodos, impidió al gobierno plantear una estrategia para contrarrestar los efectos de esa campaña.
La derrota oficialista en las elecciones de 1965, los conflictos sociales planteados por el sindicalismo peronista y la aparición de los primeros brotes guerrilleros en el norte del país hizo que los tiempos se aceleraran y el 28 de junio de 1966, una junta militar formada por el general Pascual Pistarini, el almirante Benigno Varela y el brigadier Adolfo álvarez, decidió la toma del poder, echando literalmente al presidente Illia de la Casa Rosada.
En medio de los tumultos para desalojar al pergaminense de su despacho, el general Julio Alsogaray, a cargo de los insurrectos, intima a Illia, quien contesta: “¡Usted, general, es un cobarde, que mano a mano no sería capaz de ejecutar semejante atropello!”. Illia se fue en un taxi hacia la casa de un hermano en el gran Buenos Aires. Fue el único caso de un derrocado que no fue detenido, exiliado ni juzgado. Era claro que lo único que importaba era la toma del poder.
El 29 de julio de 1966 es nombrado el general Juan Carlos Onganía como presidente y se pone en marcha la “Revolución Argentina”, que en su pretensión de perpetuidad dictó un “Estatuto Argentino”, que era una gigantesca reforma constitucional de facto. Este hecho marcó un cambio en la historia de los golpes: la planificación previa del derrocamiento de Illia incluyó una estructura jurídica, que sostenía la novedosa idea de un tiempo económico, un tiempo social y un tiempo político, con objetivos establecidos con precisión y sin ningún plazo, que Onganía iba a establecer más adelante en 20 años, aunque llegó a decir que “si es preciso… modificar la Constitución, se debía pensar en el período transcurrido entre la Revolución de Mayo y la sanción de la Constitución Argentina, lo que es equivalente a 43 años”.
Las primeras medidas fueron la prohibición de la actividad política, la disolución de los partidos, la destitución de la Corte Suprema y la intervención de las universidades, cuyo episodio más resonante fue la toma violenta de la Facultad de Ciencias Exactas de la Universidad de Buenos Aires, conocida como la “noche de los bastones largos”. Onganía transmitía gran autoridad militar, mostrando desdén hacia las ideas políticas y sobre todo poca flexibilidad frente a los conflictos.
El “cordobazo”, estallido obrero estudiantil del 29 de mayo de 1969, marcó el inicio del fin para Onganía. Las acciones terroristas inspiradas en la revolución cubana enrarecían el ambiente social, y la aparición de una ignota organización llamada “Montoneros”, que el 29 de mayo de 1970 secuestró al ex presidente de facto Pedro E. Aramburu y lo asesinó a los pocos días, hizo que el general Alejandro Lanusse, el almirante Pedro Gnavi y el brigadier Carlos Rey destituyeran a Onganía, a quien obligaron a entregar la renuncia el 8 de junio.
Se eligió para sucederlo a Roberto Marcelo Levingston, un general de brigada que era agregado militar en la embajada ante los Estados Unidos. En otro caso que la historia muestra de un presidente pensado como títere que se asume como mandatario autónomo, los conflictos entre los comandantes y Levingston por las políticas a implementar provocaron una crisis que acabó con su gobierno el 23 de marzo de 1971. Como curiosidad, Levinsgton designó en la Corte Suprema a Margarita Argúas, la primera mujer que integró un tribunal superior en América del Sur.
Finalmente, Lanusse asumió la presidencia conservando la jefatura del Ejército, y condujo el gobierno militar rumbo a la normalización institucional que se produjo dos años después. En la institución armada se lo reconoce a Lanusse como el último caudillo militar a la usanza de los antiguos jefes militares y es probable que esa condición le permitiera una ardua y dificultosa negociación con Juan Domingo Perón, que acabó con la proscripción del presidente depuesto en 1955. El 25 de mayo de 1973 entregó la presidencia a Héctor J. Cámpora, luego del triunfo del Frente Justicialista de Liberación.
El gobierno de facto duró siete años, más que el doble del anterior. Santiago del Estero tuvo cuatro mandatarios: José M. Escalante, José Nallar, Carlos Uriondo y Carlos Jensen Viano. Como anécdota, que sirve como muestra de cierta labilidad de la intelectualidad argentina, dos reconocidos pensadores como Guillermo O`Donnell y Mariano Grondona participaron de los gobiernos de facto en 1963 y 1966 respectivamente. Queda por relatar el último golpe de la historia: el Proceso de Reorganización Nacional, que queda como tarea pendiente para el próximo domingo.