Por Guillermo Marcó
¿Cárcel o futuro para los más chicos? ¿Cárcel o futuro para los más chicos?
La frase "el chico que roba tiene que estar preso" se escucha con frecuencia en conversaciones cotidianas y redes sociales. Es el sentido común que busca el castigo ante un delito cometido por un menor. La reacción instantánea es pedir mano dura, encierro inmediato. Esa postura nace del dolor genuino, de la bronca, del miedo de una sociedad harta de la inseguridad.
Más allá de la reacción emocional, intentaré llevar al tema un poco de reflexión. Teniendo en cuenta el problema, lo primero que me viene a la memoria es la cantidad de veces que visité un lugar de reclusión de menores: ¿Meter a un chico preso, termina con el problema? Esta no deja de ser, cuanto menos, una visión simplista.
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La frase "el chico que roba tiene que estar preso" encierra una trampa peligrosa: nos hace creer que con castigar al chico alcanza. Es una solución mágica en la imaginación, pero falsa en la práctica. Las cárceles son lugares violentos, basta recorrer las imágenes de la serie "El Marginal" para entender que la cárcel es la más acabada universidad del delito.
Porque no tenemos que olvidarnos que detrás de cada "pibe chorro" hay un "pibe", con una historia más compleja, y que un futuro mejor para todos requiere más cabeza y corazón, y menos reacciones viscerales.
Es comprensible que frente a hechos violentos cometidos por adolescentes surja la indignación. Nadie quiere más víctimas, pero en esas situaciones muchos claman soluciones contundentes y se instala la idea de que bajando la edad de imputabilidad se acabaría la inseguridad.
Entonces, focalizar todo el debate en esto es, en el mejor de los casos, mirar el árbol y perder de vista el bosque.
Como bien advirtió un documento reciente de la Iglesia, "es una idealización creer que la solución de la inseguridad es bajar la edad de imputabilidad y no considerar sus causas". Dicho en criollo: pensar que mandando a un chico de 14 años a la cárcel vamos a vivir seguros es ingenuo. No se trata de responder cuando el daño está hecho con mano dura, sino de actuar de manera inteligente. Detrás de un delito juvenil hay una combinación de factores –pobreza, adicciones, abandono, violencia previa– que no desaparecen por cambiar una ley o abrir más cárceles. Si no atendemos esas causas de fondo, estaremos repitiendo el ciclo una y otra vez.
Pensemos qué pasa cuando metemos a un chico de 13, 14 o 15 años en una cárcel o instituto cerrado: ¿realmente creemos que ahí se corrige? Encerrar a un menor suele convertirlo en un profesional del delito o en víctima de abusos, una especie de "abrir las puertas de otro infierno". No podemos arriesgarnos a exponer a todos los adolescentes a un sistema penitenciario que ni a los adultos mejora.
Llegados a este punto, cabe preguntarse: ¿cómo llegamos a que un chico se transforme en "chorro"? Ahí es donde la discusión tiene que ser mucho más amplia y honesta.
Un menor de edad que delinque es primero que nada un menor al que su familia le falló en algo. Duele reconocerlo, pero en la Argentina hay chicos que prácticamente nacen sentenciados por su contexto. La prevención del delito empieza mucho antes de que exista el delito: empieza en la infancia y adolescencia.
Décadas de políticas que no integraron a todos dejaron enormes bolsones de pobreza, familias rotas por la necesidad, barrios sin trabajo ni contención. Muchos jóvenes crecen sin acceso a una buena educación, sin formación para el trabajo, sin espacios de cuidado o actividades sanas. Cuando falla la escuela, la familia y el entorno, no debería sorprendernos que la calle los termine de criar. Y después nos asusta el resultado...
La prevención significa poner más escuelas donde hoy quieren construir más cárceles."¿Más cárceles o más escuelas? ¿Más guardiacárceles o más docentes?". La respuesta parece obvia, pero exige decisión política.
Abrir una capilla en una villa, sostener un programa de becas, capacitar a jóvenes en oficios, no da votos inmediatos ni sale en el prime time; pero hace muchísimo más por la seguridad a largo plazo que cualquier reforma punitiva.
La Conferencia Episcopal Argentina fue clara al respecto: "No se trata de bajar la edad de imputabilidad, sí de asumir cambios profundos". Cambios profundos implican invertir en los chicos hoy, no esperar a que cometan un delito para aparecer. Como nos recuerda el Papa Francisco, "estamos todos en la misma barca y nos salvamos juntos o nos hundimos todos".
Después del delito cabe preguntarse: ¿castigo o reinserción?
Por supuesto, siempre habrá casos en que un menor cometa un delito. ¿Qué hacemos entonces con ese chico que delinquió? Si optamos sólo por castigar, ponemos la mirada exclusivamente en el pasado (lo que hizo, que "lo pague") y probablemente hipotecamos su futuro. Si optamos por trabajar en la persona, en cambio, sin dejar de reconocer la gravedad del hecho, ponemos la mirada en que ese chico pueda cambiar y reparar el daño. Significa ver al menor infractor ante todo como un menor, no como un criminal irrecuperable.
El objetivo debe ser proteger a la sociedad a la vez que se trabaja con ese joven para entender qué lo llevó ahí y cómo evitar que vuelva a lastimar. Etiquetarlo de por vida a los 14 o 15 años es renunciar a salvarlo.
Muchas veces, detrás del pedido de bajar la imputabilidad, subyace la idea de que el delincuente juvenil viene de la villa, de la pobreza extrema, casi un extranjero social al lector de clase media.
Historias así existen en todos los niveles sociales y no hacen diferencia de clase, quedan en un susto y una lección aprendida: "Mi viejo casi me mata", "qué salame que era, mirá con quién me juntaba", "mis viejos ni se dieron cuenta porque estaban en otra". La línea que separa a un "chico sano" de un "chico en problemas" puede ser muy delgada en la adolescencia.
Un ejemplo para reflexionar lo encontramos en la reciente miniserie de Netflix: "Adolescencia" muestra a una familia "común y corriente" cuyo hijo de 13 años termina acusado de un asesinato terrible, en buena medida por una cadena de bullying, presión social y falta de contención. La historia nos recuerda que la vulnerabilidad de los adolescentes trasciende la clase social. Por eso la discusión de la imputabilidad no debe ser un "ellos versus nosotros" de clase.
La ley puede ser teóricamente igual para todos, pero todos sabemos que no es lo mismo tener un buen abogado, contención familiar y recursos, que no tener nada de eso. Si mañana bajamos la edad de imputabilidad, ¿a quiénes va a alcanzar mayoritariamente esa medida? Seamos honestos: a los chicos pobres. No se puede ignorar que el sistema penal es selectivo, y que "la totalidad de los presos pertenecen a clases subalternas". Muchos políticos sobradamente culpables, que no se robaron un celular sino miles de millones de todos los Argentinos, siguen alegremente en libertad. Esa estigmatización nos descarga la bronca en el eslabón más débil de la cadena y nos permite no cuestionar a quién les vende las armas, a quién se enriqueció con la venta de droga en el barrio, a quién se beneficia de que ellos estén ahí". Nos impide debatir soluciones estructurales.
"Más oportunidades que penas" fue el título de una declaración reciente de la Pastoral Social donde se muestra como la seguridad real viene de la inclusión, no de la exclusión.
¿Qué significa dar oportunidades? Significa, por empezar, lo obvio: educación de calidad para todos, políticas activas de inclusión y acompañamiento.
Les cuento una experiencia concreta: en la Fundación Pastoral Universitaria San Lucas, junto a Estudiantes Organizados, venimos acompañando a jóvenes en situación de vulnerabilidad para que puedan acceder a becas completas en distintas universidades privadas.
"Esos chicos hoy están estudiando abogacía, medicina, ingeniería, con mentores, tutorías, apoyo económico y humano. Eso es dar oportunidades reales. Eso es mostrarle un camino alternativo a un chico". Este es el camino que deberíamos multiplicar porque "la solución de fondo es mucho más compleja que bajar la edad de imputabilidad, requiere un abordaje integral, profundo y a largo plazo" como afirma el documento episcopal en definitiva.
Un ejemplo concreto de quienes entienden que transformar la realidad requiere ofrecer oportunidades genuinas es el trabajo que lleva adelante Estudiantes Organizados en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Valentino Díaz Fontau, presidente de la organización, lo explica así:
"Hace ocho meses coordino un grupo de estudiantes de Estudiantes Organizados que, junto a la Asociación Civil Grandes y la Fundación Argennova, trabajamos en barrios populares de la ciudad —las famosas villas que muchos prefieren no nombrar— acompañando a personas adultas de contextos vulnerables a retomar sus estudios.
El año pasado, después de visitar durante seis meses, dos veces por semana, estos barrios, logramos acompañar a 300 adultos en su camino a volver a la escuela.
Este año, vamos por más: queremos duplicar ese impacto.
Lo hacemos porque estamos convencidos de que una sociedad más justa se construye con oportunidades. Y porque creemos que cuando les damos espacio a los jóvenes para construir la sociedad que sueñan, también les estamos diciendo que su voz importa.
Importa educarse, porque luego uno puede educar a otros.
Importa hacer, porque así se transforman vidas.
Importa no callarse, porque solo así se detienen las injusticias".
Bajar la imputabilidad penal de los menores puede sonar fuerte, incluso necesario para algunos, pero es un atajo mal entendido. Es pan para hoy y hambre para mañana.
Argentina tiene que decidir qué camino toma. Podemos dejarnos llevar por el odio y el miedo, endureciendo leyes que van a caer sobre los mismos de siempre. O podemos animarnos a dar más oportunidades que penas. Que la salida sea la educación, el trabajo digno, el abrazo de una comunidad que no les suelta la mano.