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Los cardenales argentinos: 90 años de la vida de la iglesia en el país

Por Eduardo Lazzari.

Juan Carlos Aramburu

Juan Carlos Aramburu.

26/01/2025 06:00 Viceversa
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La historia argentina no ha sido generosa en la aceptación de distintas posiciones frente a los acontecimientos, sobre todo cuando sobre los hechos ha triunfado una posición ideológica, sea cual fuere, más allá de una apreciación objetiva que tenga en cuenta el contexto, la circunstancia y sobre todo las reglas morales a la que la sociedad ha estado sujeta en el tiempo histórico analizado. Sumado a esto la tendencia a polarizar aumenta la dificultad para juzgar determinados períodos, y termina siendo más bien una audacia o una imprudencia combatir el lugar común establecido.

La participación de la Iglesia Católica en la vida social nacional no ha quedado exenta de estos defectos analíticos, y el anticlericalismo de algunos sectores ha quedado expuesto en la forma de un juicio categórico y generalizado que no ha matizado las acusaciones, descalificaciones y denostaciones contra los más destacados dirigentes eclesiásticos en los duros tiempos que se vivieron en el país. Vamos a recorrer hoy la vida de Juan Carlos Aramburu, un personaje interesante que bien fue definido por Joaquín Morales Solá en su libro "Asalto a la Ilusión" como un "florentino príncipe de la Iglesia nacido 500 años después…".

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Su nacimiento y su formación

Juan Carlos Aramburu nace en Villa Reducción, Córdoba, el 11 de febrero de 1912. A los once años el joven ingresa al Seminario Nuestra Señora de Loreto de Córdoba, para continuar sus estudios en el Pío Colegio Latinoamericano de Roma, y culminar su etapa de formación intelectual en la Universidad Gregoriana, donde obtiene los doctorados en Teología Moral y en Derecho Canónico. Es ordenado presbítero en Roma el 28 de octubre de 1934, coincidiendo con el Congreso Eucarístico Internacional celebrado en Buenos Aires. 

   Fue incardinado a su diócesis natal, Río Cuarto, creada el 20 de abril de ese mismo año. Por sus dotes fue nombrado profesor en el Seminario de Córdoba, donde llegó a ser vicerrector, y luego dictó cátedra de Estudios Religiosos Superiores en la Universidad Nacional. Su talante intelectual y su modo principesco, tras el cual se ocultaba una gran timidez, no lo hicieron popular, aunque sí respetado por su agudeza y su temperamento tranquilo.

Obispo

No sorprendió entonces que el 7 de octubre de 1946 el papa Pío XII lo nombrara obispo titular de Plataea y auxiliar de Tucumán, convirtiéndose en uno de los prelados más jóvenes de la historia de la Iglesia en la Argentina. Tenía sólo 34 años. Fue ordenado en la catedral cordobesa el 15 de diciembre por el arzobispo de Córdoba Fermín Lafitte, acompañado por los obispos de Río Cuarto Leopoldo Buteler y auxiliar de Córdoba Ramón Castellano. En su oficio Aramburu acompañó lealmente al obispo tucumano Agustín Barrere. 

Luego de la muerte de Barrere, el Papa promovió a Aramburu como cuarto obispo de Tucumán el 28 de agosto de 1953, tomando posesión el 1° de noviembre. Su actividad pastoral se caracterizó por la equidistancia entre el gobierno peronista de la provincia y la oposición, lo que le permitió capear sin grandes conflictos el enfrentamiento entre el gobierno de Juan Perón y la Iglesia Católica, que concluyó con el incendio de diez templos en la capital argentina. 

Arzobispo de Tucumán y Coadjutor de Buenos Aires

El 11 de febrero de 1957 Tucumán fue elevada a arquidiócesis y Aramburu fue promovido a arzobispo el 13 de marzo. En esos años comienza el deterioro de la industria azucarera en la provincia, ocupándose el prelado de mediar entre obreros y empresarios, lo que fortaleció su imagen de conciliador firme y lejano a cualquier posición extrema de carácter político o social. Fueron los años del Concilio Vaticano II convocado por Juan XXIII y continuado por Pablo VI, habiendo participado Aramburu de las cuatro sesiones ordinarias entre 1962 y 1965. 

El cardenal Antonio Caggiano, arzobispo de Buenos Aires, que se había enrolado en los sectores más conservadores, se negó a cumplir el decreto "Chistus Dominus", reglamentado por el Motu Proprio "Eclesias Santas" del papa Pablo VI, que estableció la renuncia de los obispos a los 75 años, edad superada por Caggiano. La desobediencia a la autoridad papal que eso significaba fue zanjada por el propio Papa nombrando a Aramburu como coadjutor (sucesor inmediato con autoridad plena en caso de renuncia o muerte del titular) de la sede porteña y titular de Turris in Bizancena el 14 de junio de 1966.

La relación entre Caggiano y Aramburu fue muy tensa, aunque ambos evitaron el escándalo público y llegaron a un "modus vivendi" amable con reparto de tareas. Aramburu se acercó entonces a los sectores más progresistas del numeroso clero porteño y sobre todo puso atención en la formación de los futuros sacerdotes. Se convirtió en un piloto de tormentas entre los conservadores, que resistían las reformas conciliares, y los tercermundistas, que incorporaron el análisis marxista de la realidad a la pastoral, en medio de una crisis eclesiástica formidable.

Se recuerda la comprensión y cercanía de Aramburu con todas las posturas, ejemplificado esto en su rol de habitual consejero del padre Carlos Mugica, a quien llegó a decirle que sus opciones políticas podían conducirlo a la muerte, predicción que se cumplió el 11 de mayo de 1974 cuando Aramburu asiste velozmente al hospital donde llegó Mugica herido de bala, siendo testigo de su muerte. La resistencia del antiguo arzobispo Caggiano fue doblegada cuando el papa Pablo VI promovió al coadjutor como Ordinario de los Fieles Orientales el 21 de abril de 1975 y al día siguiente como arzobispo porteño, retirando a Caggiano en forma directa. 

Cardenal y presidente de la Conferencia Episcopal Argentina

El 27 de abril de 1976 se anunció la creación de veinte nuevos cardenales, entre ellos dos argentinos: Eduardo Pironio y Juan Carlos Aramburu. El consistorio se celebró en la Basílica de San Pedro el 24 de mayo y Aramburu se convirtió en cardenal presbítero de San Juan Bautista de los Florentinos. Siguió manteniendo su tradicional posición moderada, pero la tempestuosa realidad nacional parecía obligarlo a elegir entre unos y otros. Tuvo una correcta relación con las autoridades militares, pero fue firme, aunque discreto en los reclamos por las violaciones a los derechos humanos. 

Quien esto escribe fue testigo de dos hechos que completan la semblanza de Aramburu: al finalizar el funeral de los cinco sacerdotes palotinos asesinados en la iglesia de San Patricio en Buenos Aires el 4 de julio de 1976, el cardenal abrazó al padre asuncionista Roberto Favre, quien había pronunciado un duro sermón reclamando por "las desapariciones cotidianas de personas de las que nadie da cuenta". En la sacristía Aramburu dijo: "Le agradezco padre Roberto que haya tenido la valentía que a mí me ha faltado". Esto demuestra que también los obispos podían tener miedo. El segundo hecho se produce cuando el religioso Jorge Adur pasa a la clandestinidad como capellán montonero, y el propio Aramburu lo acompañó en agosto de 1976 a tomar el avión que condujo a Adur a París. El principesco cardenal no tuvo empacho en subir la escalerilla del avión y permanecer frente a la puerta hasta que se cerró para salvar la vida del descarriado.

En esos años la conducción política de la Iglesia Católica estuvo en manos del cardenal Raúl Primatesta, y es posible que Aramburu tuviera una cierta envidia ante la habilidad del arzobispo cordobés. En agosto y en octubre de 1978ño participó de las elecciones papales de Juan Pablo I y de Juan Pablo II, luego de la muerte de Pablo VI, con quien tenía una sincera amistad y mutuo aprecio. Participó en 1979 de la 3° Conferencia General del Episcopado Latinoamericano en Puebla, que profundizó las reformas conciliares en el continente. Fue miembro del Consejo de Cardenales para la Administración y la Economía de la Santa Sede, nombrado el 31 de mayo de 1981 por el papa Juan Pablo II. Se recuerda el esfuerzo para organizar la administración de la arquidiócesis porteña, sobre todo en la parte documental. Volvió a habitar junto a la Catedral una vez habilitado el edificio que reemplazó al antiguo Palacio Arzobispal, incendiado en 1955.

En 1982 acompañó a Juan Pablo II durante la visita que realizara a la Argentina durante la guerra de las Malvinas. Ese mismo año asumió como presidente de la Conferencia Episcopal Argentina, donde sus propios hermanos obispos le hicieron sentir el costo de su equilibrio en los conflictos. Ocupó el cargo un solo período. En 1984 participó de la Asamblea General del Sínodo de los Obispos y también apoyó la mediación papal por el conflicto de las islas del Canal de Beagle. En sus años como arzobispo creó 24 parroquias, entre ellas las primeras en villas de emergencia. También dividió la arquidiócesis, una de las más pobladas del mundo, en cuatro vicarías pastorales que aún existen. 

Su retiro discreto y su olvido

El día que cumplió 75 años envió su renuncia, pero Juan Pablo II, en una señal de gran deferencia, tardó tres años y medio en aceptársela el 10 de julio de 1990, siendo sucedido inmediatamente por monseñor Antonio Quarracino. Se mudó a su propia casa en el barrio de Belgrano, donde había acumulado una gran biblioteca. Tenía 78 años y comenzó una tarea que siguió hasta su muerte: en colectivo iba dos veces por semana a confesar como un cura más en el santuario de San Cayetano de Liniers.   

El 15 de diciembre de 1996 fue el primer prelado argentino en alcanzar las bodas de oro y seis años después se convirtió en el obispo con vida más antiguo del mundo, al cumplir 56 años de episcopado. Murió el 19 de noviembre de 2004 a los 92 años. Sus funerales los celebró el cardenal Jorge Bergoglio, quien adelantó su regreso desde Roma, en la Catedral de Buenos Aires y fue sepultado allí, en la capilla de San Juan Bautista. El complejo de "perro apaleado" que la Iglesia Argentina sufre hasta hoy le ha impedido a la institución poner en valor la vida y la obra del cardenal Aramburu, un hombre que quizá le tocó vivir un tiempo equivocado.

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