Por Francisco Viola.
Hablando de pornografía Hablando de pornografía
Hace unos años, muchos tal vez, conseguir pornografía en la adolescencia era una misión reservada a pocos. No era tan común y se accedía, casi siempre, a un porno light ilustrado o a alguna película de sexo convencional, donde las imágenes mostraban una ficción que, como adolescentes, imaginaban muy real. Porque valga insistir, el porno siempre es una ficción donde se desproporcionan los genitales, sobre el masculino y los senos femeninos, donde se manipula el consentimiento y se exalta las posiciones para exhibir con mayor claridad lo exagerado. Pero, de un modo u otro, solo es ficción. Solo que los adolescentes comprenden fácilmente que Superman no vuela, que es imaginación, pero aceptan, con mayor deseo de verdad, la desproporción del porno.
Ahora, en este siglo digital, pleno de IA y tecnologías de fácil acceso y de profusas redes de amplia circulación, ver porno es algo hiperfácil, que no necesita grandes estrategias para ocultar esa tarea. Un adolescente puede acceder a ver porno hasta en un ritual respetable. Porque el celular nos permite el acceso a la ficción con un par de toques. Valga decirlo, también es el caso del adulto. Pero hoy nos interesa esa relación que se va consolidando entre pornografía y adolescencia. Porque, además, no solo es fácil ver pornografía convencional, sino que cualquier tipo de ella, está disponible y circula. Para ser claro, casi resulta imposible evitar que el porno llegue a los ojos de cualquiera. Entonces, ¿qué hacemos? ¿Nos resignamos? No, hacemos lo que siempre hemos hecho los adultos responsables: analizar el peligro, los riesgos, proveer de herramientas de cuidado, fomentar los valores que se considera imprescindibles, cultivar habilidades útiles y permitir que la confianza, el respeto y la madurez, vayan introduciendo la autonomía que todo ser humano no solo precisa, sino busca.
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En esta breve columna quiero que veamos esta propuesta. Primero, un análisis corto de esta relación entre pornografía y adolescencia y luego una obvia solución al problema.
En un estudio español se constata que el primer acceso a contenidos pornográficos se da cerca de los 12 años y que luego va in crescendo. Es mucho mayor, pero no exclusivo en varones. También, algo que intuimos o sabemos, es una fuente de información sexual para muchos adolescentes que, muchas veces, no tiene nada que la contradiga, la oriente o la corrija. También se ve en la evidencia que ese consumo genera en los adolescentes una asociación con el sexismo, la violencia y el consumo de sustancias, y puede conducir a una visión distorsionada de la sexualidad. Estoy seguro que nada de esto nos sorprende como adultos y, si bien preferimos ignorarlos, comprendemos que es un riesgo que está omnipresente para quien tiene adolescentes a su cuidado.
Ahora bien, la solución ya la sabemos hace tiempo. Pero nos hacemos los tontos, a veces, disfrazados de pseudo-intelectuales y pésimos moralistas. La solución pasa por la Educación sexual integral, en los términos de la ley vigente la 26150. Que no es charlitas, ni cosas aisladas, sino un programa escolar pensado, planificado y puesta en marcha con los mejores estándares conocidos, que son los basados en cierta evidencia. La UNESCO hace ya más de 10 años que está trabajando para mostrar los programas que son eficaces. Todos están ofrecidos en la web. Si internet no solo permite acceder al porno, sino a información valiosa, muy cuidada y altamente recomendable. Con esos programas e indicaciones podemos hacer lo que una buena educación sexual hace: adaptarla al medio, respetando los pilares esenciales para que sea eficaz: conocimiento científico, habilidades para la vida y un marco valorativo superior (En Argentina usamos el marco de los Derechos Humanos).
En definitiva, nuestro problema principal no es que los adolescentes accedan tan fácilmente al porno. El problema real es que aún nos exigimos que el sistema educativo les provea las mejores herramientas para que la salud sexual sea la forma de acceder al placer, al bienestar y a la felicidad.
¿Cuánto más demoraremos en ocuparnos de este problema?