Por Belén Cianferoni.
Crónicas en busca de la golosina perdida Crónicas en busca de la golosina perdida
Hay algo en los dulces que nos devuelve a nuestra esencia, a esa felicidad simple que se esconde detrás de cada pequeña desgracia cotidiana. Porque sí, nos la pasamos renegando, pagando cuentas, lidiando con impuestos y facturas, pero cuando caminamos por la esquina y nos tentamos con un alfajorcito, es como si un pequeño bocado dulce nos hiciera olvidar todo por un rato. De golpe, estamos en el patio de la escuela, escuchando el timbre y corriendo detrás de alguien para no perder el recreo.
Un mordisco de budín de pan, bañado en dulce de leche, y zaz... la imagen de la abuela se aparece de repente. Su mirada comprensiva, sus arrugas, esas que escondían el mapa de la felicidad, como si siempre supiera lo que necesitabas sin que lo pidieras. No es magia, simplemente un pedacito de algo dulce, un traguito de mate cocido con azúcar quemada y ¡puf! estás de vuelta en el comedor de su casa, viajando al pasado.
También te puede interesar:
Saborear lo que alguna vez fue, puede llevarte por caminos que creías olvidados, esas puertas que ya no pensabas volver a abrir. Sin embargo, todo puede cambiar con una simple gota de almíbar. De repente, te encontrás ahí, en ese lugar seguro de la infancia.
Y hablando de dulces, ¿quién no extraña algún caramelo que ya no existe más? Esos que de chicos eran el tesoro del kiosco. El tubi tres, las galletitas Tentaciones no verlos en la góndola es una bendición y una maldición a la vez. Porque claro, las calorías suman, pero hay sabores que están mejor guardados en el pasado, para dejar espacio a nuevas memorias.
Es necesario crecer, probar nuevos rumbos, aunque esos rumbos vengan en forma de gomitas con sabores raros que nunca habías pensado. No hay que sentirse mal por explorar nuevos gustos. Podemos avanzar con un alfajor en el bolsillo y las gomitas a la mano. Los dulces que definieron nuestra infancia, esos no se van a ningún lado. Están en nuestro cuerpo, en nuestra memoria, como una brújula que siempre marca el norte, aunque ya no los comamos.
Y cuando todo parece nuevo y el vértigo de lo moderno nos abruma, siempre podemos recurrir al tirero, o al alfeñiquero, como lo llaman los amigos bandeños. Esos dulces, esos recuerdos, que estarán ahí, esperándonos en el próximo bocado.