Por Belén Cianferoni.
Crónicas de los fanáticos de las empanadas Crónicas de los fanáticos de las empanadas
A esta altura del año, no me voy a poner a pelear con los fanáticos de las distintas empanadas de la Argentina. Que si la mejor es la salteña, que prefieren la tucumana, que la de Santiago del Estero es un lujo, que la de Famaillá es única, etc. No voy a pelear con los fanáticos y puristas de una de las mejores comidas del país; es una batalla que voy a perder y en la que no me interesa entrar. Para usted, señora, que me lee ajustando los lentes, acercándolos o alejándolos, le comento que a estas personas les dicen "Fandom", y con ellos no hay que meterse. Este año aprendí esa palabra, junto con los riesgos de enfrentar a ese grupo cultural, y estoy acá, comunicando la importancia de respetar esa palabra.
Es muy fácil hablar de empanadas como arco narrativo; es remontarnos a las manos de nuestra abuela o de nuestra madre en una cocina. Ya tenemos el escenario. Cuando veíamos que el relleno estaba enfriándose para ser usado, el diablo de nuestra infancia nos susurraba suave al oído: "Roba unos bocados". Ya tenemos la misión. Con total malignidad íbamos en busca de la cuchara sopera más grande de la casa, la hundíamos hasta el fondo para robar la mayor cantidad posible, cuando de atrás sentíamos la voz de nuestra abuela/madre/tía diciendo: "¡Che, che, che, no va a alcanzar, soltá esa mano!". Ahí tenemos el contratiempo y al enemigo. Pero a Dios le gustan los niños, y siempre nos manda un ángel que se apiada de nuestra gula infantil. La voz de nuestro padre/madre/abuela/abuelo/tíos sonaba de atrás diciendo: "Pero dejalo comer un poquito, y de paso nos dice si le falta o sobra sal". Ahí tenemos a nuestro aliado y la forma de resolver el conflicto, lo que nos lleva al final: poder ser los primeros en probar el relleno y ocupar el magnánimo puesto de catador oficial de relleno de empanadas.
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Crecimos así, con las empanadas de fondo, y es natural que cuando alguien toca el más mínimo ingrediente de la fórmula, sentimos como si un toro salvaje naciera en nuestro interior, arrasando a su paso a todo el que intente cambiar lo que nosotros hemos llamado correcto y bueno. Hay miles de personas con sus empanadas y con sus fórmulas, pero por sobre todo: personas con recuerdos.
Siendo sinceros, una empanada no es un elemento que prepondera más que otro; la empanada es el conjunto. Es la creación total. Una empanada fracasa cuando uno de sus elementos predomina más que el resto. Cuando la cebolla cruza las fronteras enemigas de la carne y se apodera de su territorio en el bocado, nuestra cara se frunce y largamos un pequeño: uff. Cuando se altera el equilibrio en la maravilla de este plato, sentimos que algo no anda bien, que nuestra infancia ha sido adulterada.
Esta autora entiende el valor de una empanada. Ésta no es solo masa con carne picada a cuchillo, con verduras, condimentos y un par de repulgues. La empanada es amor en su esencia más pura y limpia; eso nos lleva a respetar el amor de cada uno.
Son tiempos convulsionados, como para encima estar peleando por cuál es el único sabor que debe poseer una de las comidas más representativas de Santiago del Estero, y de la Argentina en general. Estamos grandes; a esta altura de la vida, de la ciencia y de la psicología, realmente no da.
Mientras termino este mensaje de amor y paz entre todos los que leen esto, esta escritora, a su vez, declara su odio eterno a todos los salvajes que le ponen pasa de uva al relleno. No pienso negociar con extremistas del mal gusto. Amor y paz, sí, pero tampoco para que me tomen en broma. Muerte a las pasas de uva. Hasta el próximo bocado.