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"El reino animal": virus, mutaciones, aceptación y misericordia

Por José Ángel Barrueco.

11/07/2024 13:24 Opinión
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Si la semana anterior hablábamos de la relación entre un padre y un hijo en la que el primero trataba de recuperar la confianza y el cariño del segundo (la miniserie Eric), hoy retomamos el tema con una variante de esas relaciones paterno-filiales y en la que tampoco faltan los monstruos no malvados. El reino animal (en México titulada Criaturas asombrosas) es una película francesa que en algunos países acaban de estrenar en salas comerciales y que, en otros, ha llegado a través de plataformas de streaming. 

Si Eric empezaba con la desaparición de un hijo y, por tanto, nos contaba la historia de un padre y de una madre desesperados por encontrarlo, en El reino animal es la madre quien desaparece. O, mejor dicho, se escapa hacia los bosques. Averigüemos por qué.

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El filme de Thomas Cailley nos presenta una distopía, muy propia para estos tiempos post-covid, en la que un nuevo virus aterroriza a los humanos: porque quien se contagia se va transformando, de manera gradual pero quizá irreversible, en un animal. Así, por la ciudad pululan seres que están en plena mutación (y que nos recuerdan a las criaturas de La isla del Doctor Moreau de Wells): aves, felinos, reptiles… 

Los protagonistas son François (Romain Duris) y su hijo, Émile (Paul Kircher). La esposa del primero y madre del segundo permanece ingresada en un hospital: se está empezando a transformar en algún tipo de bestia y los médicos tratan de paliar esa mutación, de encontrar algún tipo de cura. Cuando todos los humanos en mutación se fuguen del centro y se dirijan a los bosques, padre e hijo tratarán de buscarla con la ayuda de la agente de policía Julia Izquierdo (Adèle Exarchopoulos). 

François y Émile compaginan sus responsabilidades (un trabajo temporal en el caso del primero y la asistencia al centro de estudios, en el caso del segundo) con ese rastreo por los bosques. Tratan de no perder la esperanza y de recuperar a la mujer. Pero Émile, poco a poco, descubre que su propio cuerpo está empezando a mutar, desarrollando habilidades propias de bestia. Guardará el secreto por pánico a ser capturado por las autoridades y, sobre todo, por miedo a ser un proscrito, alguien considerado diferente.

En este entorno distópico, con virus y mutaciones y gente desesperada y caos en las calles pero cierta armonía en los parajes naturales, El reino animal despliega un tema siempre interesante: la aceptación.

La aceptación del prójimo cuando es diferente, sobre todo si está aquejado de cambios y enfermedades. Pero también la aceptación de uno mismo cuando enferma y su cuerpo empieza a mutar, como en las películas de David Cronenberg. Aunque Émile trata de ocultar sus cambios corporales, otros personajes acaban descubriéndolo y de cada uno de ellos recibirá una reacción distinta, lo que ejemplifica los diversos comportamientos de los humanos ante la adversidad: un compañero de instituto se pone agresivo con él; una chica, en cambio, lo acepta y trata de ser cariñosa; su padre tiene miedo: miedo de que las autoridades lo capturen y los alejen uno del otro. 

Es a partir de ese punto donde podemos encontrar el concepto de misericordia, que en Émile funciona desde el principio, cuando encuentra a un joven que sufre porque se está transformando en un ave enorme pero aún no ha completado del todo su mutación y, por ejemplo, no consigue volar (algo fatal para la supervivencia de un pájaro). Émile, llevado por su bondad interior y por la misericordia que siente, tratará de ayudarle a aceptar sus cambios anatómicos y a sobrevivir en el entorno. 

La película, con su mezcla de géneros (drama familiar, distopía, pinceladas de terror, ciencia ficción), funciona porque nos sorprende cada poco y porque, como toda historia que incluye metamorfosis, genera malestar entre los espectadores, que en seguida sienten empatía por Émile y su triple calvario: tiene que aceptarse a sí mismo, encontrar a su madre y evitar perder a su padre. Y todo ello con ese escenario de fondo que nos indica que lo más puro, al final, reposa en la naturaleza.

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