Por Belén Cianferoni.
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Durante mi infancia, Duran Duran me atosigaba. Estaba en todos los canales y en todas las radios. No podía escaparme de la canción "Ordinary World" ni aunque quisiera. Si veía salir la luna, en las propagandas aparecían extractos de esa canción en publicidades. Miraba Buffy la cazavampiros, y mientras ella recibía su primer beso con un vampiro, sonaban los violines y el piano. Primero suave y luego fuerte... "I will learn to survive".
Durante las clases de inglés, la profesora, aguantando el llanto, nos dictaba la letra de la misma canción. No había escape. Tenía que escuchar y repetir obligatoriamente una canción que me acosaba en todas las esquinas de mi vida.
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Corrí lo más que pude de esa canción, y así, mientras huía, mi infancia terminó. El silencio llegó durante mi adolescencia y casi entrando a la adultez, la gente no recordaba esa canción con la misma intensidad.
Después de la pandemia, vi cómo se apilaban los fantasmas de mi infancia y tuve que ir sacándoles la sábana uno a uno. Ya no podía huir y tenía que enfrentarlos.
Entender esa canción implicó ver a los adultos como seres frágiles que desconocían cómo relacionarse con este mundo ordinario del que parecían no tener escapatoria. Aceptar a Duran Duran, para mí, fue como ingresar oficialmente al terror de la adultez, al saber que los fantasmas bajo esas sábanas no eran monstruos de otros planetas, sino espejos que me devolvían la mirada. Eran yo y yo era ellos. Era una canción con unas melodías fantásticas, una letra dura, pero que me advertía: "here besides the news Of holy war and holy need Ours is just a little sorrowed talk" ("aquí aparte de guerras santas y santas necesidades... Lo nuestro es solo una charla triste"). Salí de mí para poder apreciar que mis necesidades son solo una de las tantas que afectan al planeta... Y a veces es solo una charla triste entre dos personas separadas por su propio orgullo.
Son estás batallas internas, estás incongruencias, las que nos ayudan a crecer sin sentir que el dolor nos destruye.