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EL NEGRO SOFANOR

Por GERMAN JOSE MONTIEL.

23/06/2024 06:00 País
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EL NEGRO SOFANOR EL NEGRO SOFANOR

Sofanor Ponce nació en las inmediaciones de la Villa Matará, en un rancho en pleno monte. Su padre era un experto conocedor del mismo y acompañaba al comandante Ibarra en las salidas para alejar a los naturales del Chaco en sus excursiones. El crío quedaba al cuidado de la madre.

   Una mañana, después de una semana de ausencia, se presentó el patrón de la estancia, seguido de un grupo de soldados y con una carreta y el cuerpo exánime del valiente padre. Había muerto en combate.

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   La vida fue dura para esa madre que estoicamente superó las adversidades, quizás su naturaleza india la ayudó en ese sentido. En agradecimiento por los servicios de su esposo, Ibarra regularmente le hacía llegar lo necesario para vivir. Crío a su hijo hasta los quince años, cuando éste le pidió a su "mamita", que quería servir como lo había hecho su padre. Despidió a su pequeño hombre con lágrimas en los ojos, dándole su bendición.

   Sofanor, al que rápidamente y hasta el mismo comandante lo llamaban por el color de su piel, Negro, de inmediato formó parte de las huestes de Juan Felipe. Semanas enteras recorriendo el río Salado imponiendo la paz. A veces con encontronazos muy bravos con los indios. El Negro, a pesar de su corta edad, no se amilanaba ante la lucha. Era fuerte y aguerrido. 

   Cierta mañana, se había ofrecido a sus compañeros para ir a pescar en el Salado. Le llamó la atención el tiempo que estuvo en el río, que los chasquis iban y venía con cierta regularidad. Terminó su faena y volvió al campamento.

   Mientras degustaban los pescados con sus compañeros, se enteró de que Ibarra había reunido a sus ayudantes. Luego su jefe inmediato les aviso que la ciudad estaba invadida por tropas tucumanas. Y que las principales familias le habían pedido al Comandante que vaya en su auxilio, cansadas de los atropellos. Partirían al día siguiente bien temprano.

   No bien comenzó a clarear, Juan Felipe Ibarra reunió a toda la tropa y exclamó: 

   ¡Compatriotas, el deber nos llama. Basta del atropello de Tucumán. Vayamos a la ciudad a expulsarlos para siempre y seamos una tierra libre para que podamos crecer en paz y prosperidad y decidamos entre nosotros quienes gobernarán! 

   El entusiasmo se hizo sentir con vítores al caudillo. Enseguida partieron. El cruce del Salado fue difícil por la correntada, lo mismo que el Dulce. En la Villa de Loreto, se sumó más gente. También en Manogasta y en Los Flores.

   Al atardecer llegaron a la zona sur de la ciudad. Armaron el campamento y antes de ir a descansar, se escuchó una voz que casi en murmullo preguntaba por el Negro Sofanor y recorría los distintos grupos. Este, salió al encuentro de quien lo buscaba y lo llevó hasta el Comandante.

   ¡Ordene, mi comandante!

   ¡Sentate, Negro. Tu padre siempre estaba cerca mío. Ahora vos lo vas a reemplazar. Vas a cubrir mi espalda. Confío en vos. Esta patriada va a mejorar la vida de todos!

   ¡Sí, mi comandante!

   El Negro orgulloso volvió a su lugar. Casi no durmió, pensando en la misión encomendada y sobre todo en lo que le dijo su líder, de que todo mejoraría. En su inocente razonamiento, traería a su "mamita" a vivir en la ciudad, lejos del monte.

   Casi al salir el sol avanzaron siguiendo la orilla derecha del río Dulce, en un silencio sepulcral. Doblaron en dirección a la iglesia de Santo Domingo. Al llegar al lugar, del oeste apareció el enemigo. Ibarra ordenó el ataque. El griterío fue infernal. No era el terreno más propicio para combatir con caballos por el poco espacio. El Comandante dio la orden de reagruparse retrocediendo. Sin dar tiempo a reaccionar a los que tenían al frente, atacaron nuevamente. Finalmente, los tucumanos derrotados huyeron dejando algunos prisioneros y caídos entre muertos y heridos.

   Ibarra buscaba al Negro Sofanor. Lo encontraron herido en el costado, con su sable en la mano, junto a un soldado tucumano muerto. Este, había logrado lancearlo apenas. Lo atendieron y vendaron.

   De inmediato ordenó a la tropa que se arrodillaran ante el templo. Recibieron la bendición de los sacerdotes, dieron gracias y partieron hacia el centro de la ciudad. Era un Viernes Santo de esa Semana Santa de 1820.

   El caudillo se reunió en el Cabildo con los dirigentes partidarios, quienes lo designaron gobernador de la provincia. De inmediato, Ibarra proclamó la Autonomía de la provincia el 27 de abril.

   Al poco tiempo, el Negro Sofanor repuesto de sus heridas, salía, cuando el servicio le permitía, a recorrer con su caballo la ciudad. Seguía soñando con tener su ranchito con su "mamita". Hasta había elegido el terreno. Hablaría con su jefe cuando estuvieran más calmas las cosas. 

   Lejos de calmarse, tuvieron que enfrentar nuevamente a las fuerzas de Tucumán. Finalmente se firmó el Pacto de Vinará que establecía la paz entre las provincias y el reconocimiento de la Autonomía.  

   Sofanor pidió hablar con su jefe. Luego de varias intentonas fue recibido. Contó a su Comandante sus planes. Este, le explicó que esos temas debía hablarlos con su Secretario.

   No estuvo de acuerdo con la respuesta de lo que él entendía o creyó entender que había transmitido su jefe, del bienestar que llegaría. Lo consideraba casi un padre y estaba dispuesto a dar la vida si se lo pedían. Pero así no. Debía tener retribución por todo el sacrificio realizado. Además, se dio cuenta que pronto lo había rodeado aquella gente bien vestida que no habían participado ni arriesgado nada y ahora estaban a su lado. Prácticamente era imposible conseguir acercarse. 

   ¡Que lindos tiempos los del Salado!

   El Secretario no lo atendía. Sólo pretendía que le cedieran un terreno baldío para armar su rancho y traer a su "mamita", nada más. Pero fue imposible.

   La noticia lo abatió. Un chasqui trajo la mala nueva. Habían encontrado muerta a su madre. Al día siguiente, con el pecho partido por el dolor y la impotencia, fue hasta la Secretaría a solicitar permiso para ir al entierro de su madre. Sus planes se frustraban.

   Ante la negativa de los soldados de guardia en dejarlo pasar, sacó su facón y se dispuso a enfrentarlos. Los gritos hicieron salir del despacho al Secretario. Este los calmó e hizo pasar a Sofanor al despacho. Luego de explicar que era lo que necesitaba. Lo autorizó, le ordenó que se reportara en el Fortín de Abipones y no volviera por la ciudad. 

   La rabia lo sacó de las casillas, puso la punta del facón en el cuello del funcionario.

   ¡Ustedes son unos hijos de puta. No se jugaron la vida y nos quieren mandar. Van a morir!

   En ese preciso instante entraron los dos guardias y lo sujetaron.

  ¡Al calabozo- grito el funcionario.

   Luego de un breve forcejeo logró escaparse, buscó su caballo y salió a la carrera por detrás del edificio de la gobernación. 

   Durante el día se escondía en el monte y sólo marchaba de noche para no ser detectado. Cruzó el río Dulce antes de llegar a la Villa de Loreto al atardecer. Lo mismo hizo con el Salado y al amanecer ya estaba en su territorio. No tenía problemas para orientarse. Hizo un rodeo esquivando la hacienda del Comandante y se dirigió a su rancho. 

   En el frente del mismo, se encontró con una pequeña lomada y una cruz. La tumba de su madre. Arrodillado ante ella, por fin pudo descargar su dolor. Perdió la noción del tiempo llorando.

   Al día siguiente, fue hasta su vecino para avisarle que había llegado. La mujer, había encontrado muerta a la madre y entre los dos la enterraron. Les agradeció y como no quiso quedar a almorzar, le ofrecieron un recipiente con comida para que llevara. 

   Luego buscó un pedazo de madera y con un carbón escribió a duras penas, pues sabía las primeras letras, ¡Madre! Y lo ató con un suncho a la cruz.

   Estuvo un buen tiempo reflexionando por todo lo que había pasado. Amargado por la actitud de su jefe y de los bien vestidos de la ciudad, aunque no dejaba de admirar a su Comandante. No le echaba la culpa a él, sino a los otros.

   Ya llevaba dos años de su escapada. Le llamaba la atención de que no lo buscaran. No se iba a entregar tampoco. Iba a pelear hasta morir. Se alimentaba de lo que cazaba en el monte, puesto que los animales que tenía su "mamita", se habían escapado o los robaron. 

    Poco a poco se fue sintiendo enfermo. Se agitaba cada vez más cuando caminaba. Llegó un momento que le resultaba imposible montar su caballo. El mal de la vinchuca estaba minando su corazón. Y una pena que no se iba nunca. En vez de ser premiado por su lucha, tuvo que salir huyendo. Estaba en los treinta años y parecía un viejo.

  Una mañana, caminó apoyado en un palo que hacía de bastón, a duras penas hasta su vecino y le entregó una madera escrita para su entierro, que quería que fuera al lado de su madre.

   Con el correr de los años, Ibarra había muerto y los Taboada se hicieron cargo de la provincia. Una partida recorría la zona, encontró un rancho destruido y una cruz con un cartel que rezaba:

   ¡Sofanor, janador de los tucumanos!

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