Por Norma Sayago.
Conversaciones con Fray Wenceslao Achával Conversaciones con Fray Wenceslao Achával
Sentado, en su sillón de madera tapizado en cuero, envuelto en una manta, Don Juan Felipe Ibarra, gobernador de Santiago del Estero, por más de treinta años, ve pasar sus últimos días. Su entrañable y fiel amigo, Wenceslao Achával*, fraile franciscano, lo acompaña, en las buenas y en las malas, como acostumbra decir. Es una fría mañana de invierno, con su mirada lejana en el tiempo, comienza a hablar:
-Esa noche, en el silencio de mi cuarto a la sola luz del candil, me dije: aquí estoy yo, Juan Felipe Ibarra como gobernador de Santiago del Estero, sin saber todavía ni por qué ni hasta cuándo vine a cumplir una función militar y el pueblo me proclama gobernante. ¡Vaya responsabilidad!
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Lo cierto es que no quise aceptar, pero el pueblo me lo pedía y a él respondí, su clamor me importó más que el pedido de los prestigiosos cabildantes.
-Tal vez sea por su trayectoria en el Ejército de la Patria, Brigadier, acota el cura.
- La verdad que, de eso, hacía unos diez años cuando por elección propia me enrolé en las filas del Ejercito Auxiliar al Alto Perú. Resulta que desde Buenos Aires se convocaba a las provincias a unirse para derrotar al bastión español en lo que hoy es Bolivia y sur del Perú, o sea el Alto Perú y lograr que triunfe la causa revolucionaria de 1810. Con un poco más de veinte años entré en el ejército hasta 1817, cuando finalizaron las acciones ofensivas; lo que quedaba del ejército pasó al mando del General San Martín, que tenía otros planes.
-Y ¿Por qué no se unió a San Martín, al Ejército de los Andes, mi querido Felipe?
-Fueron muchos años lejos del pago. Soy del norte, hubo no una, varias propuestas, la aventura de los Andes era una tentación para un espíritu joven y aguerrido, pero acepté la del General Belgrano: quedarme en Santiago a custodiar las fronteras hacia el sur, con sede en el Fuerte de Abipones. No olvide que me crie a orillas del Salado, mi padre custodiaba el Fuerte de Matará. Y con mi hermano Francisco lo hicimos durante varios años.
-¿Sabe cuál era el plan de San Martín?
-La idea del general San Martín era llegar por mar hasta Lima, principal foco realista, después de liberar a Chile.
-En Perú lo recuerdan muy bien a San Martin. Una vida plena de honor y gloria.
-Así es, mi misión en cambio fue defender las fronteras de mi provincia y ejercer cierto liderazgo en la defensa del federalismo argentino.
Pero veamos, hablemos de sus comienzos. Hablar hace bien, guardamos en nuestro cofre de recuerdos cosas que ni nosotros mismos sospechamos. Y su vida fue muy intensa, saquemos a luz lo que está encerrado.
-¿Ésta es una confesión, padre?
-De ninguna manera, pero ya que me pidió que le ayude a hacer su Testamento, quisiera conocer aspectos de su vida, contada por el verdadero protagonista de esta interesante historia.
-Daré orden que nos ceben unos mates con poleo, como le gusta a usted, y que no nos molesten, mientras dure su visita. Me interrumpe, si los recuerdos se abarrotan, como queriendo salir todos juntos.
-No hay apuro, para eso vine, para escucharlo, en cuanto me apeé de la berlina, pensé en visitarlo, no hace falta que le diga que tiene todo mi apoyo espiritual, para algo soy su confesor, pero ahora vengo como amigo de toda la vida, ya los médicos aliviarán su salud.
-No creo en los médicos, ni en los remedios, pero aquí me obligan a tomarlos. Tengo la misma enfermedad de Belgrano, pero no moriré tan joven como él. (Sonríe con cariño, como si decir Belgrano fuera decir Jesucristo).
- Y cuando me pase el efecto de las hierbas que mitigan esta infame enfermedad, empieza el sufrimiento, pero para los que hemos estado en la guerra, eso no es nada. Hay tanta calamidad allá. Pero, prosigamos. Antes, quiero que me diga una cosa.
-Pregunte nomás, Sr. Gobernador.
-¿Por qué siendo mi gran y leal amigo, nunca, nunca, quiso aceptar ningún cargo que le propuse? Si hasta le pedí que fuera como diputado, por el Partido Federal, siendo usted un fiel representante del mismo, un hombre tan preparado para esas lides, Santiago estaría muy bien representada.
-Es mejor así, en política abundan las deslealtades y al mismo tiempo sin ella no se puede vivir, es lo paradójico. Reconozco que, una política bien entendida, trabajar para quienes más necesitan, hace mucho bien.
-Tiene razón. Muchos errores políticos he cometido por creer en la amistad. Yo soy uno de esos que se juega por un amigo, pero ya ve, estoy solo justamente por esas deslealtades que habla y cuánto más arriba estamos, mayores son las desilusiones. ¡Ay, cuántas traiciones se cosecha!
- Aquí hay un poco de aguardiente, padre.
- Mejor prefiero el agua bendita.
Y se ríen juntos.
Fray Wenceslao prepara su grueso cuaderno de apuntes. Algo anota en él, pero muy rápidamente. Solo palabras. A la noche, acomodará la información. Se ha propuesto dejar consignado los pormenores de lo conversado con Juan Felipe, las expediciones, las luchas internas, los enemigos de afuera y los cercanos, todo de boca del mismísimo Gobernador, eso hará, mientras dure su permanencia en Santiago, porque desde Catamarca lo intiman a presentarse para las cátedras de literatura y religión.
Nací en Matará, el 1º de mayo de 1787 en la estancia de Asingasta, solar de mi padre, el Sargento mayor de las armas del rey, Don Felipe Matías Ibarra. Las más suaves caricias de las manos hacendosas de mi madre, Doña María Antonia de la Paz y Figueroa, me acunaron.
Dicen que cuando llegué al mundo era una noche de gran tormenta. Una Cruz de nuestro Señor, que la recuerdo en mi casa paterna, habrá recibido los rezos y ruegos para que la tormenta pare. Así, en medio de plegarias y rayos, seguramente, habré llegado al mundo berreando como todo niño al nacer.
Una semana más tarde, yo, el shusco de esta familia de cuatro hermanos, recibo el bautismo de manos de mis tíos curas, Basilio Ibarra, de Salavina y Juan Antonio de la Paz y Figueroa, de la Capilla de Lojlo. Habrá sido un día de fiesta en la familia y en la villa entera. Mientras, por esos caminos de Dios, Sor María Antonia de la Paz y Figueroa*, mi tía, andaría entregando el mensaje cristiano, como un legado que le dejaran los jesuitas.
Matará, en sus comienzos, estaba poblado por los indios mataráes. De ahí su nombre. Fue una misión jesuítica establecida en 1594 y formaba parte de la gobernación del Tucumán la cual pertenecía al extenso territorio del Virreinato del río de la Plata.
Familias de estirpe española se afincaron allí, junto a los nativos del lugar, más la población africana que fue traída como mano de obra necesaria, dio origen a una población próspera, producto de un trabajo en los bosques y el cultivo de la tierra. Con el tiempo, devino en un Fortín militar y guerrero, que controlaba el avance de los indios que señoreaban la comarca: tobas, tonocotés, sanavirones, vilelas y otros más.
Hubo otros fortines a su alrededor: Guaype, Chilcán, Pirua, Inquiliguala, Calabalax, Lasco, los Juríes, El Bracho, cercanos a Matará.
Eran pequeños poblados, dispuestos sobre la margen del río Salado que se comunicaban entre sí, con un sistema de chasquis para anunciar los peligros, por el avance originario o bien llevar la noticia de algún acontecimiento de tipo religioso o social.
Como sabemos, la colonización española trajo la Evangelización, así es que de la Capilla de Matará dependían los curatos de Guaype, Mailín, La Guardia, Reducción, Lojlo y La Brea, cuyos sacerdotes llevaban la Cruz del Evangelio a los lugares más recónditos.
De los tiempos de los jesuitas es la famosa Cruz de Matará que narra la historia cristiana, en imágenes talladas en madera de mistol y fue hecha por los indios.
De esta manera, fortines e iglesias hacían más hospitalario aquellos ámbitos boscosos de esta Villa Matará, donde nací, crecí y viví hasta mi primera juventud.
En ese entonces, el paisaje era un bosque cerrado de mistoles, itines, quebrachos y breas. Recuerdo las campanas de la iglesia cuando alguien moría, sonar a duelo, o echadas a vuelo en alguna procesión y los susurros en quichua, que me soplaban al oído y que aprendí desde niño a comunicarme con mis paisanos, ya que muchos de ellos, no sabían el castellano.
Con mi hermano mayor Francisco y mis hermanas Águeda y Evangelina compartimos juegos y actividades campestres. En esas andanzas, recogíamos la miel que dejaban las abejitas en los troncos de los árboles, a las siestas salíamos a pescar, con mi hermano, que era hábil en el uso de lanzas y chusas, así que aprovechábamos las aguas tranquilas del río Salado para pescar bagres
Llegada la noche, después de la cena, nos reuníamos a orillas del fogón a escuchar y contar relatos de aparecidos, leyendas de Salamancas, del Almamula, el Toro Súpay, que es el diablo transmutado en toro bravío, del Runauturuncu. Las luces fosforescentes de antiguos osarios nos parecían almas en pena y más todavía, nos sobrecogía el conmovedor llanto del kakuy.
En esa selva umbrosa acumulé experiencias que, con el tiempo, me han servido. Aprendí a seguir los rastros o huellas que dejan las personas o animales, a escudriñar el cielo para saber las señales de tormenta. Aprendí del monte a vivir prevenido, a penetrar en el alma de las cosas, fruto de la observación constante. Me harían falta más tarde cuando la patria me llamó a defenderla.
Mi tío Basilio, sacerdote hermano de mi padre, me enseñó a leer y escribir y otros rudimentos de la educación a la par de la doctrina cristiana. Con un devocionario que me obsequió, solía rezar las oraciones y junto a mi familia, el rosario. Con mi hermano Francisco oficiábamos de monaguillos en las misas de la tranquila capilla.
Cuando cumplí catorce años, mi tío junto a mi madre, deciden enviarme al Colegio de Monserrat, en Córdoba. Allí, otro tío me esperaba. Recuerdo a toda mi familia despidiéndome, con pañuelos en alto hasta que la carreta se perdió en el polvaderal. Mi madre seguramente prendería velas a sus santos más queridos y se postraría de hinojos en suplica constante por aquel hijo que se iba. Ella quería que fuera sacerdote. Por ese entonces mi padre ya había fallecido.
En esos claustros inmensos y severos, donde los curas enseñaban Ciencias Sagradas, Latín y Griego, la verdad, no me adapté. Era totalmente sachero y el monte me tiraba. Se lamentan mis tíos, pero resignados deciden mi regreso. De mi estada ahí, solo recuerdo: - "Alea jacta est". (La suerte está echada). Muchas veces lo dije en mi peregrinar por esta vida penosa. Una tarde primaveral, en medio de los ladridos de los perros guardianes, llegué a mi estancia y lo primero que hice fue correr a buscar a mi hermano. De ahí en adelante, aprendería en la escuela de la vida.
Nuevos malones agitan sus lanzan amenazantes sobre la estancia. Ellos también quieren recuperar su territorio, ya que se consideran despojados de algo que les pertenece: su tierra y todo lo que hay en ella. Por eso mismo, vigilar la frontera del rio, es una tarea un tanto difícil, aunque conocida, ya que mi padre lo hacía. Dotar al fortín de cuadrillas de gauchos preparados para el oficio, era mi misión.
Encarnizadas luchas hemos sostenido muchas veces con los naturales del lugar. Como aquel día en que, habiendo salido al alba, nos encontramos con un grupo furtivo, los perros atentos, señalaban la procedencia de la fracción hostil. De pronto una flecha en medio del tronco de una brea y otra con un silbo en el aire hace corcovear al caballo. Avanzan los bandos, el mío dotado de rifles y carabinas. Viendo la supremacía, la turba huye. En cada encuentro, sentía que había algo en mí que me llamaba a salvar a la gente, a imponer orden.
Tal vez estos recuerdos de los años primeros sean los más nítidos porque todavía el alma no había sido fogueada por los avatares de la desazón que produce la incertidumbre de la juventud. Además, en la edad adulta, uno recuerda los acontecimientos de mayor antigüedad.
El gobernador se levanta del sillón, apoyado en su bastón.
-Pobre general Belgrano, cuánto sufriría.
-Unos paños fríos para la cabeza, mi fiel Cipriana-, ordena.
-Qué le parece mi amigo, si lo dejamos para el próximo encuentro. Es hora de apagar el candil. Le agradezco su visita, ya vendrán otras, me esperan despachos para mañana, por la tarde, asistiré a la homilía en Honor a la Virgen de la Merced. Pediré a Mauro, mi sobrino, que me acompañe.
- Allá nos encontraremos. Hasta mañana Felipe. Y para decir mejor, estando en Santiago: caicama.
- Caicama, padre.
Se va el fraile no sin antes darle las bendiciones correspondientes, nada menos que al hombre de más poder en la provincia.
Norma Sayago es profesora en Ciencias de la Educación con postítulo en Investigación Educativa (UNC) y (MECyT). Autora de más de 20 libros, en su mayoría obras prácticas de aula y ensayos; fundadora de las Publicaciones Pedagógicas Nuevos Caminos. Autora del Manual de Santiago del Estero Nuevos Caminos para 4º grado. También incursiona en narrativa y poesía con varios títulos publicados.