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La Feria del Libro, entre el ancla del pasado y la ilusión del futuro

04/05/2022 22:36 Opinión
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La Feria del Libro, entre el ancla del pasado y la ilusión del futuro La Feria del Libro, entre el ancla del pasado y la ilusión del futuro

Si se observa a la Feria del Libro

como fenómeno social, político

y cultural, se encontrarán buenas

razones para preguntarnos

¿cómo es que a la Argentina le va

tan mal con semejante capital?

La inmensa cantidad de jóvenes que han

visitado la Feria en estos primeros días representan

un dato más que esperanzador;

el protagonismo de nuevas generaciones de

escritores confirma que el país, contra todas

las adversidades, sigue produciendo talento.

Y la vitalidad de la industria editorial nos dice

que, a pesar de muchas y notorias dificultades,

hay actividades que logran sobrevivir

a las crisis sucesivas.

La llegada de escritores

de enorme prestigio internacional –como

Mario Vargas Llosa o Javier Cercas, por citar

algunos– muestra que Buenos Aires todavía

es una plaza atractiva y que, a pesar de un clima

político desalentador y por momentos

asfixiante, hay algo de la idiosincrasia y el espíritu

argentinos que no ha sido doblegado.

La pregunta, entonces, vuelve a imponerse

por su propio peso: ¿y entonces por qué nos

va como nos va? Al menos una respuesta la

encontramos en la misma Feria.

El discurso de apertura, a cargo del escritor

Guillermo Saccomanno, ha expresado

un ideologismo simplón, anacrónico y demagógico

que, inevitablemente, explica buena

parte del fracaso argentino.

No es casual

que Saccomanno haya hablado en la Feria

en contra de la propia Feria: todo ese capital

que vibra en estos días en la Rural es, paradójicamente,

boicoteado por una especie de

soberbia panfletaria que ha colonizado, en la

Argentina, los resortes del poder. Saccomanno

sería intrascendente (más allá de los méritos

que pueda tener su obra) si no representara,

en realidad, a una corriente de ideas

anticuadas que combate la iniciativa privada,

asocia calidad con elitismo y confunde desarrollo

con explotación.

Es exponente de un

pseudoprogresismo que posa de bohemio

y cuestiona el comercio, pero a la vez se jacta

de una jugosa transacción comercial a la

hora de tasar su discurso inaugural. Representa

también ese dogmatismo sectario que

cree que el que no piensa como él “es fascista”

(así calificó Saccomanno en su discurso

a la ministra de Educación porteña) y confunde

sus opiniones con “la verdad”. Expresa,

a la vez, esa condescendencia con el poder

que caracteriza a muchos artistas e intelectuales

argentinos. Lejos de haber sido un

acto de valentía, el de Saccomanno fue un

discurso complaciente con el poder. Lejos de

ser transgresor, fue profundamente conservador.

Tuvo una fina sintonía con la lógica,

la pose y la hipocresía del kirchnerismo, que

lo ha festejado y aplaudido en las redes sociales.

Fue un acto de genuflexión disfrazado de

rebeldía.

Su dialéctica trasciende al propio Saccomanno:

representa a una buena porción de

la intelectualidad que ha acompañado con

complicidad o indiferencia el deterioro de

la Argentina. La militancia oficialista ha sido

un negocio rentable para muchos artistas

y escritores. También para el establishment

universitario, científico y educativo. A cambio,

han mirado con indolencia el fenómeno

de la corrupción y han acompañado con entusiasmo

la retórica del poder. Así deben entenderse

la alusión de Saccomanno al “asesinato

de Maldonado”, su reivindicación del

intento de expropiación de Vicentin, su propuesta

de “una papelera estatal que nuclee a

cartoneros y cooperativas” y su tácito respaldo

al sindicalismo de Baradel. Cuando se escucha

el discurso, es inevitable la asociación

con Carta Abierta y con una foto reciente en

la que músicos y actores posaban embobados

alrededor de Cristina Kirchner.

En contraste con ese adormecido espíritu

crítico, la Feria muestra que todavía hay

una Argentina que lee, cultiva su propia curiosidad

y practica el pluralismo. Uno de los

invitados estelares será Mario Vargas Llosa

(quien será presentado el 8 de mayo por

un gran pensador y escritor argentino como

Jorge Fernández Díaz).

Su sola presencia garantiza

diversidad y amplitud, en un ámbito

donde se respiran novedad e innovación.

Es cierto que todos estos valores también

han sufrido los embates de la crisis y el achicamiento

argentino. Es cierto, también, que

esa amplitud se ve por momentos amenazada

por una intransigencia enquistada en el

poder y desplegada con fanatismo en las redes

sociales. Pero tal vez lo que debamos preguntarnos

es cómo estimular esas reservas

de talento, de creatividad y de innovación

que sobreviven en el espíritu de la clase media.

¿Es con el discurso de Saccomanno? ¿O

es con una apuesta a la educación de calidad,

a la tolerancia, a la sana competencia, al mérito

y al esfuerzo?

Desde arriba del escenario, baja un mensaje

contrario a aquello que se vive –sin tanta

declamación– al ras del suelo de la Feria: el

discurso del “escritor iluminado” es contrario

a la compraventa de libros y contrario al “sistema”

en el que se produce ese encuentro entre

escritores y lectores, y en el que se estimula

la producción literaria. Lo que hemos visto, en

definitiva, es una metáfora de la Argentina: el

discurso del poder se opone a la vitalidad ciudadana,

a la iniciativa privada, a la libre competencia.

Mientras sean palabras e ideas deshilvanadas

expresadas por un escritor, apenas

pueden provocarnos decepción; acaso alguna

tristeza.

Pero cuando ese ideologismo

mueve las palancas del Gobierno, se produce

el daño que ha sufrido (y sufre) la Argentina.

Es una concepción reñida con la globalización

y la apertura al mundo, que combate al

que produce e intenta progresar; está anclada

en una visión anacrónica de la economía y el

Estado, y se envuelve en una retórica dogmática

que, a la hora de los hechos, solo produce

desigualdad y pobreza.

La Feria no es un fenómeno aislado. Al lado

del predio en el que se desarrolla hay una

exposición de Van Gogh que se convirtió en

otro enorme suceso por la cantidad de público

que atrajo. Son cosas que ocurren en

Buenos Aires, una ciudad que, por su producción

teatral y su cantidad de salas, compite

de igual a igual con las grandes capitales

culturales del mundo, como Londres, París

o Nueva York. Pero también hay síntomas

de vitalidad cultural en ciudades y pueblos

del interior.

Pueden parecer datos inconexos,

pero muestran a una Argentina que

resiste a pesar de ideologías precarias y vetustas

que han carcomido los cimientos de la

economía y han obstaculizado el desarrollo.

Detrás de esa efervescencia cultural hay empresas

que arriesgan y apuestan; hay una industria

que se las ingenia para sobrevivir, y

una rueda comercial y productiva que sigue

girando. Hay editoriales grandes, pero también

muchas pequeñas y medianas. ¿Defendemos

y apuntalamos ese sistema de libertad

y de trabajo, o lo combatimos y lo ahogamos

hasta doblegarlo?

Esa es, en definitiva,

la pregunta sobre el futuro.

Lejos de lamentar (como hizo Saccomanno)

que la Feria del Libro se realice en la Rural,

esa asociación debería celebrarse como

una metáfora del potencial argentino.

El campo y la cultura son partes inescindibles

de nuestra identidad, además de ser engranajes

fundamentales del motor de la Argentina.

Cultivar las antinomias (como hizo

el “escritor iluminado”) es parte del fracaso

argentino, y no construye ninguna posibilidad

de futuro.

Los reflectores han apuntado al escenario

de la Feria, donde todavía retumba el discurso

altisonante y obediente con el poder de

turno. Si esos mismos reflectores se giraran

para iluminar los pasillos, los stands de las

grandes y las pequeñas editoriales, las salas

de debate y los encuentros espontáneos entre

lectores y escritores, nos encontraríamos

con una Argentina más diversa, menos anclada

en los prejuicios y el pasado, más dispuesta

a la aventura de la libertad y del futuro.

¿Tendrá la política la sensibilidad de leer

ese mensaje?

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