La Feria del Libro, entre el ancla del pasado y la ilusión del futuro La Feria del Libro, entre el ancla del pasado y la ilusión del futuro
Si se observa a la Feria del Libro
como fenómeno social, político
y cultural, se encontrarán buenas
razones para preguntarnos
¿cómo es que a la Argentina le va
tan mal con semejante capital?
La inmensa cantidad de jóvenes que han
visitado la Feria en estos primeros días representan
un dato más que esperanzador;
el protagonismo de nuevas generaciones de
escritores confirma que el país, contra todas
las adversidades, sigue produciendo talento.
Y la vitalidad de la industria editorial nos dice
que, a pesar de muchas y notorias dificultades,
hay actividades que logran sobrevivir
a las crisis sucesivas.
La llegada de escritores
de enorme prestigio internacional –como
Mario Vargas Llosa o Javier Cercas, por citar
algunos– muestra que Buenos Aires todavía
es una plaza atractiva y que, a pesar de un clima
político desalentador y por momentos
asfixiante, hay algo de la idiosincrasia y el espíritu
argentinos que no ha sido doblegado.
La pregunta, entonces, vuelve a imponerse
por su propio peso: ¿y entonces por qué nos
va como nos va? Al menos una respuesta la
encontramos en la misma Feria.
El discurso de apertura, a cargo del escritor
Guillermo Saccomanno, ha expresado
un ideologismo simplón, anacrónico y demagógico
que, inevitablemente, explica buena
parte del fracaso argentino.
No es casual
que Saccomanno haya hablado en la Feria
en contra de la propia Feria: todo ese capital
que vibra en estos días en la Rural es, paradójicamente,
boicoteado por una especie de
soberbia panfletaria que ha colonizado, en la
Argentina, los resortes del poder. Saccomanno
sería intrascendente (más allá de los méritos
que pueda tener su obra) si no representara,
en realidad, a una corriente de ideas
anticuadas que combate la iniciativa privada,
asocia calidad con elitismo y confunde desarrollo
con explotación.
Es exponente de un
pseudoprogresismo que posa de bohemio
y cuestiona el comercio, pero a la vez se jacta
de una jugosa transacción comercial a la
hora de tasar su discurso inaugural. Representa
también ese dogmatismo sectario que
cree que el que no piensa como él “es fascista”
(así calificó Saccomanno en su discurso
a la ministra de Educación porteña) y confunde
sus opiniones con “la verdad”. Expresa,
a la vez, esa condescendencia con el poder
que caracteriza a muchos artistas e intelectuales
argentinos. Lejos de haber sido un
acto de valentía, el de Saccomanno fue un
discurso complaciente con el poder. Lejos de
ser transgresor, fue profundamente conservador.
Tuvo una fina sintonía con la lógica,
la pose y la hipocresía del kirchnerismo, que
lo ha festejado y aplaudido en las redes sociales.
Fue un acto de genuflexión disfrazado de
rebeldía.
Su dialéctica trasciende al propio Saccomanno:
representa a una buena porción de
la intelectualidad que ha acompañado con
complicidad o indiferencia el deterioro de
la Argentina. La militancia oficialista ha sido
un negocio rentable para muchos artistas
y escritores. También para el establishment
universitario, científico y educativo. A cambio,
han mirado con indolencia el fenómeno
de la corrupción y han acompañado con entusiasmo
la retórica del poder. Así deben entenderse
la alusión de Saccomanno al “asesinato
de Maldonado”, su reivindicación del
intento de expropiación de Vicentin, su propuesta
de “una papelera estatal que nuclee a
cartoneros y cooperativas” y su tácito respaldo
al sindicalismo de Baradel. Cuando se escucha
el discurso, es inevitable la asociación
con Carta Abierta y con una foto reciente en
la que músicos y actores posaban embobados
alrededor de Cristina Kirchner.
En contraste con ese adormecido espíritu
crítico, la Feria muestra que todavía hay
una Argentina que lee, cultiva su propia curiosidad
y practica el pluralismo. Uno de los
invitados estelares será Mario Vargas Llosa
(quien será presentado el 8 de mayo por
un gran pensador y escritor argentino como
Jorge Fernández Díaz).
Su sola presencia garantiza
diversidad y amplitud, en un ámbito
donde se respiran novedad e innovación.
Es cierto que todos estos valores también
han sufrido los embates de la crisis y el achicamiento
argentino. Es cierto, también, que
esa amplitud se ve por momentos amenazada
por una intransigencia enquistada en el
poder y desplegada con fanatismo en las redes
sociales. Pero tal vez lo que debamos preguntarnos
es cómo estimular esas reservas
de talento, de creatividad y de innovación
que sobreviven en el espíritu de la clase media.
¿Es con el discurso de Saccomanno? ¿O
es con una apuesta a la educación de calidad,
a la tolerancia, a la sana competencia, al mérito
y al esfuerzo?
Desde arriba del escenario, baja un mensaje
contrario a aquello que se vive –sin tanta
declamación– al ras del suelo de la Feria: el
discurso del “escritor iluminado” es contrario
a la compraventa de libros y contrario al “sistema”
en el que se produce ese encuentro entre
escritores y lectores, y en el que se estimula
la producción literaria. Lo que hemos visto, en
definitiva, es una metáfora de la Argentina: el
discurso del poder se opone a la vitalidad ciudadana,
a la iniciativa privada, a la libre competencia.
Mientras sean palabras e ideas deshilvanadas
expresadas por un escritor, apenas
pueden provocarnos decepción; acaso alguna
tristeza.
Pero cuando ese ideologismo
mueve las palancas del Gobierno, se produce
el daño que ha sufrido (y sufre) la Argentina.
Es una concepción reñida con la globalización
y la apertura al mundo, que combate al
que produce e intenta progresar; está anclada
en una visión anacrónica de la economía y el
Estado, y se envuelve en una retórica dogmática
que, a la hora de los hechos, solo produce
desigualdad y pobreza.
La Feria no es un fenómeno aislado. Al lado
del predio en el que se desarrolla hay una
exposición de Van Gogh que se convirtió en
otro enorme suceso por la cantidad de público
que atrajo. Son cosas que ocurren en
Buenos Aires, una ciudad que, por su producción
teatral y su cantidad de salas, compite
de igual a igual con las grandes capitales
culturales del mundo, como Londres, París
o Nueva York. Pero también hay síntomas
de vitalidad cultural en ciudades y pueblos
del interior.
Pueden parecer datos inconexos,
pero muestran a una Argentina que
resiste a pesar de ideologías precarias y vetustas
que han carcomido los cimientos de la
economía y han obstaculizado el desarrollo.
Detrás de esa efervescencia cultural hay empresas
que arriesgan y apuestan; hay una industria
que se las ingenia para sobrevivir, y
una rueda comercial y productiva que sigue
girando. Hay editoriales grandes, pero también
muchas pequeñas y medianas. ¿Defendemos
y apuntalamos ese sistema de libertad
y de trabajo, o lo combatimos y lo ahogamos
hasta doblegarlo?
Esa es, en definitiva,
la pregunta sobre el futuro.
Lejos de lamentar (como hizo Saccomanno)
que la Feria del Libro se realice en la Rural,
esa asociación debería celebrarse como
una metáfora del potencial argentino.
El campo y la cultura son partes inescindibles
de nuestra identidad, además de ser engranajes
fundamentales del motor de la Argentina.
Cultivar las antinomias (como hizo
el “escritor iluminado”) es parte del fracaso
argentino, y no construye ninguna posibilidad
de futuro.
Los reflectores han apuntado al escenario
de la Feria, donde todavía retumba el discurso
altisonante y obediente con el poder de
turno. Si esos mismos reflectores se giraran
para iluminar los pasillos, los stands de las
grandes y las pequeñas editoriales, las salas
de debate y los encuentros espontáneos entre
lectores y escritores, nos encontraríamos
con una Argentina más diversa, menos anclada
en los prejuicios y el pasado, más dispuesta
a la aventura de la libertad y del futuro.
¿Tendrá la política la sensibilidad de leer
ese mensaje?