ANÉCDOTAS DE TAXI | ¿Me alcanzan papeeeel? ANÉCDOTAS DE TAXI | ¿Me alcanzan papeeeel?
El lugar donde se va descomponer el auto, lo elije él.
Esta vez, fue en la localidad de Zobako Suncho, cerca de Ahí Veremos. (Bueno, no se si existe esa localidad, pero al no tener idea de donde estaba...).
La cuestión es que el Fiat se empacó, y la oración se acercaba, -para mis lectores de otra provincia, en Santiago llamamos "oración" al atardecer-, y pronto la noche.
La que estaba flaqueando también, era la batería.
El cagazo de la oscuridad y la soledad del campo, se agravó, cuando presentí que de la banquina contraria se acercaba alguien. Su tono de voz me revelaba a un hombre. Y efectivamente lo era. Menos mal, porque vestía de blanco.
El paisano presiente mi temor, y su linterna me deja ver el rifle que cargaba.
La invitación fue cordial, pero yo me empeciné en hacerlo arrancar al auto, y "volar" de ahí.
Hacía mucho calor, y por la insistencia del hombre, y al decaer también la luz de la linterna, acepté, (o me resigné) a quedar. Su compromiso era, apenas amanezca, traer a caballo, a su primo mecánico, distante a tres kilómetros.
Me presentó a su familia, y descubrí que todos se disponían a dormir afuera; algo que conozco muy bien, pero de mi niñez, y que a decir verdad, ahora extraño.
La cuestión es que después de varios mates, y sendos cigarros de chala, me dirigí a esa suerte de rancho, pero sin paredes; cuatro horcones, y techo de barro, supongo, porque no se veía nada.
Seis Padrenuestros y sendas Ave Marías habré rezao, intentando conciliar el sueño... pero nada.
Algo andaba en el techo o cielorraso de ese coso.
Me avergonzaba y creía inoportuno seguir molestando a esta gente, que descansaba en sus catres, situados a unos cuarenta y ocho pasos del mío.
Tal vez, mis cigarrillos fueron los que llamaron la atención, pero "Don Negro" se apersonó en mi lecho.
-¿Qué pasa amigo, no puede dormir?
- No patrón. Algo anda ahí arriba...
Se sonrió, y me dijo:
-Ya sé, son ratones... Deje, ya van a ver...
Yo creí que éste demente iba a sacar el rifle, y... Pero no.
Una nube cubrió la luna, y no pude ver que era lo que tiró, pero me dijo que ahora dormiría tranquilo.
Le agradecí "el gualicho", y me recosté fatigado.
Cuando él regresó junto a los suyos, la nube dejó libre nuevamente a doña luna, y ésta me reveló el brillo de los ojitos de la gran víbora, que se enroscaba en el horcón.