“Creo en el Espíritu Santo” “Creo en el Espíritu Santo”
antes de llegar a la fiesta
de Pentecostés, en el que Jesús
nos habla del Espíritu Santo.
En nuestro credo, decimos “creo
en el Espíritu Santo”, pero ¿qué
quiere decir?
Es la tercera persona de la
Santísima Trinidad y es muy importante
en la vida cristiana. Que
es el amor entre el Padre y el Hijo
que da vida a todas las cosas y
las santifica. Con el Espíritu Santo
la Virgen María va a concebir
y después los apóstoles van a recibirlo.
El Espíritu Santo vive en
nuestros corazones desde el bautismo,
nos guía e ilumina para
que podamos comprender y vivir
las enseñanzas de Jesús. Nos
conduce en el camino hacia Dios,
nos ayuda a ser santos y nos reúne
en una misma familia, que es
la Iglesia.
Como dice el Catecismo de
la Iglesia Católica: “Nadie puede
decir Jesús, el Señor, sino por
el Espíritu Santo” (1 Cor 12, 3).
Dios ha enviado a nuestros corazones
el espíritu de su hijo, clamando
“¡Abba! ¡Padre!”.
El bautismo nos da la gracia
del nacimiento en Dios Padre,
por medio de su Hijo en el Espíritu
Santo. Los que son portadores
del espíritu de Dios son conducidos
al Verbo, es decir al Hijo,
pero el Hijo nos presenta al Padre;
y el Padre conduce al Espíritu
Santo.
El Espíritu Santo nos da la posibilidad
de entrar, en ese Espíritu
de Dios. Creer en el Espíritu
Santo es, por tanto, profesar que
es una de las personas de la Santísima
Trinidad.
Como dice el Símbolo de
Constantinopla, “con el Padre y
el Hijo recibe una misma adoración
y gloria”.
Por eso se ha hablado del misterio
divino del Espíritu Santo en
la “teología trinitaria”, en tanto
que aquí no se tratará del Espíritu
Santo sino en la “Economía”
divina.
Hoy, podemos continuar creyendo
en ese Espíritu Santo porque
necesitamos su fuerza y que
él nos da la posibilidad de vivir
como hijos e hijas de Dios.
Creer en el Espíritu Santo es
estar convencidos de que él va a
renovar permanentemente nuestras
vidas, haciendo que de nuestro
interior “broten ríos de agua
viva” (Jn 7, 38, 39).
Es creer que nosotros también
podemos vivir un continuo
Pentecostés. Por eso, el espíritu
de Dios es el viento huracanado
que no nos deja conformarnos,
instalarnos, estancarnos en
lo poco o mucho que hayamos alcanzado.
Es un viento que anima
y sostiene no sólo nuestras vidas,
desde el punto de vista individual,
sino también nuestra vida
como comunidades y de la Iglesia
entera.
Por ello es que nos dirigimos
al Padre diciendo: “Envía tu espíritu
Señor y renueva la faz de
la tierra”. Es en el Espíritu Santo
que creemos que nos da la fuerza,
la gracia, para que lleguemos
a vivir como verdaderos cristianos.
R
efiriéndose al Espíritu Santo,
San Agustín decía: “él habita
en lo más profundo de nosotros,
a punto de estar más cerca
de nosotros, más íntimos nosotros
que nosotros mismos”.
Es el Espíritu que desde lo
más profundo de nuestro ser va
intercediendo entre nosotros y
esa acción en nuestro interior
hace que se manifieste sus frutos:
amor, paz, alegría, paciencia,
bondad, felicidad, mansedumbre,
dominio de sí. (Carta a los
gálatas 5, 22-23).
Aunque lo hayamos recibido
en el Bautismo, la Comunión
y en la Confirmación, en este domingo
preparemosno para dejar
al Espíritu Santo guiar nuestras
vidas y que las fortalezca, para
que no vivamos únicamente
con el espíritu de este mundo. El
Espíritu Santo viene en ayuda en
nuestras flaquezas; él intercede
por nosotros cuando no sabemos
pedir, pero el Espíritu Santo ora
por nosotros con gemidos que no
pueden expresarse con palabras.
(Carta a los romanos 8, 26).
El Espíritu Santo es el maestro
de la oración.
Que a través de esta persona
de la Trinidad lleguemos a dar
testimonio a todos los verdaderos
misioneros. Que nuestra Madre,
que ha creído en la acción
del Espíritu Santo en su vida para
transformar y salvar el mundo,
nos ayude a llegar a entrar en
este espíritu de Dios.
Pidamos a María Auxiliadora,
que vamos a celebrar este 24
de mayo, para que nos ayude para
imitar a esta Madre, que está
siempre para mostrar el camino;
que nos dé la posibilidad de hacer
presente a su Hijo, con presencia
del Espíritu Santo, por
la gloria de Dios y del mundo.
Amén.