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EL LIBERAL . Viceversa

Las malas aguas

15/04/2017 21:25 Viceversa
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Las malas aguas Las malas aguas

Hasta el día del éxodo, no creía en la

doble resurrección y por eso nunca

pude abandonar mi pueblo. Pero

luego soltaron el agua del nuevo dique.

Desde aquel día me quedó la

escasez del aire, la sensación de estar ahogado

y enterrado como quedaron los muertos en el

cementerio de La Villa.

Un buen día llegaron los del gobierno y dijeron

que La Villa había sido fundada en un pozo;

que el pozo sería un gran lago con un gran

dique; que de nuestro sacrificio dependía la

fertilidad de vastas superficies de tierras sumamente

áridas y que, además, daría electricidad

a mucha gente. Y no sé cuantas cosas más dijeron

que dependían de nosotros. Entonces censaron

a los vivos para construirles las casas en

el Alto, como llamaban al lugar al que nos enviaron.

Y después intentaron censar en el cementerio.

Allí estuvo el problema: ninguno explicó

a dónde llevarían a los muertos antes de

largar el agua.

Me sucedió de todo en los diez años que duró

la obra. Mis tres hermanos mayores dejaron

la Villa y no regresaron jamás; tampoco supe si

habían logrado respirar esos buenos aires que

la vieja -mi madre- creía que existían al Sur.

Los que no partieron a Buenos Aires fueron

muriéndose de a uno.

Primero murió mi abuela,

después mi padre y mi madre. En ese orden.

Igual me quedé en La Villa. Solo y por gusto me

quedé. No es que me gustara la soledad, la Villa

me gustaba, sí, la Villa…, mi pueblo, y en especial

el agua caliente que brotaba de las vertientes

y que muchos le temían. Mi padre señalaba

un punto al oeste y decía que para ahí estaba el

Aconquija y que de sus deshielos bajaba el agua

y se iba metiendo por agujeros invisibles hasta

encontrar los caminos subterráneos. No entendía

qué era el Aconquija, ni cómo se hacían

esos hielos, y menos cómo se sentía al agua helada.

Mi madre le tenía miedo a esas vertientes

calientes, se besaba el pulgar tres veces en

nombre del Padre, del Hijo…. cuando me descubría

bañándome en aquellas aguas. Aguas

del diablo, le decía y contaba de una mujer bella

que, en los atardeceres, salía de las aguas y

tentaba a los hombres a bañarse y luego, adormecidos

y débiles como los dejaba el agua, el

maligno pactaba bien tranquilo con ellos.

Cuando se murieron todos los que quedaban

de mi familia y yo era un huérfano lastimero,

corría a buscar esas aguas.

Durante un

año pasé haciéndome quemar la piel, buscando

el adormecimiento y que viniera el Maligno a

ofrecerme un pacto. No le tenía miedo, al contrario,

hasta rezaba para verlo aparecer y pedirle

que me repusiera algo de lo que Dios me

había quitado.

Pero nadie vino por mí. Seguí huérfano y pobre

y regresé a la iglesia, a donde el cura siempre

me daba ánimo hablando del Día de la Resurrección

de Todos los Muertos.

Y comencé a esperar aquel día, a rezar para

que llegara antes de que largaran el agua sobre

la Villa.

Mientras duró la espera hice guardia en el

cementerio. Cada nuevo día, enfrente mismo

de las tumbas de mis padres y de mi abuela.

Me

venían muchas preguntas y trataba de respondérmelas

¿Resucitarán igualitos a cuando los vi

por última vez? ¿Y si me hago viejo hasta entonces?

¿Pareceré el hermano de ellos y no su

hijo? ¿Me reconocerán entre todos? y ¿Cómo se

ordenarían? ¿En qué orden se resucita?

El cura no me contestaba nada, sólo me pedía

que tuviera fe y que creyera sin hacer tantas

preguntas.

Me tenía preocupado el imaginar la confusión

que reinaría cuando se levantaran, uno a

uno y unos sobre otros. A veces, me sorprendían

rondando entre los monumentos precarios

y las cruces de quebracho porque a ninguno

parecía preocuparles lo mismo que a mí.

Si nuestros muertos resucitaban después

que se largara el agua y se inundara todo, seguro

se morirían definitivamente. Mis padres

no sabían nadar, mi abuela menos que menos.

Y el cura nunca mencionó la doble resurrección.

La comunidad se reunía en la parroquia para

recibir cualquier novedad sobre su destino.

Mucho tiempo pasaron en juntas y diciéndose

cosas. Los funcionarios eran los que más decían,

se pasaron hablando y los de la Villa por

ahí preguntaban alguna que otra cosa porque

nadie sabía bien de lo que se hablaba, pero los

funcionarios siempre decían La Gran Obra, la

gran obra… Con el nombre se metía el miedo

entre todos, como un nuevo habitante del pueblo.

Yo iba para hacer algo también, escuchar

al menos ya era entretenido. En una de las últimas

reuniones quise intervenir y advertirle del

peligro al que exponíamos a nuestros muertos

si el Día de la Resurrección llegaba después de

que soltaran el agua y se inundara la Villa.

Nadie

me escuchó, a veces pienso que la palabra

mágica era La Gran Obra.

Quizás se daban vuelta, me escuchaban y no

soltaban el agua hasta trasladar el cementerio

al mismo lugar que nos llevaban a los vivos y

censados..

Las tumbas de mis padres quedaron cerca

de lo que sería la primera turbina. La palabra

turbina la aprendí después cuando las maestras

dibujaban las partes del Dique que había

desviado el cauce natural del río Dulce.

Cerca de esa turbina no sólo estaban mis

padres, mi abuela, los padres de ellos y los de

ellos. Cuatrocientos años tenía el cementerio.

Y la misma edad sus muertos, por supuesto. Si

bien era un cementerio desordenado, los míos

estaban bien dispuestos y encajados. Veinte

pasos de la primera turbina. Ya lo dije. O Como

veinte brazadas. A ojo calculé las veinte brazadas,

para entonces ya era un hombre.

Con el tiempo, la gente dejó de ir a las reuniones

y de reclamar. No sólo se cansaron de

andar entre los calores rajantes y la tierra salitrosa

pidiendo audiencias con funcionarios, o

firmando notas dirigidas a ellos, sino que fueron

intimidados por una pared de hormigón de

cuatro kilómetros de largo.

La ley mandaba expropiar las casas, los terrenos,

todo y decía que iba a restablecernos

en la ciudad, pero al cementerio, a los muertos,

a ésos no se los iba a poder trasladar. Entonces,

el sacerdote se empeñó en tranquilizar

a los vivos y dijo que se arreglaría la última y

única procesión en que encomendaríamos por

las almas.

Un segundo entierro, pensé. Aunque, al final,

no debería decirse entierro porque en esta

ocasión no serían tapados por tierra. ¿Cómo

debe decirse? ¿Ahogados? ¿Enaguados? ¿Sumergidos?

Lo único distinto en nuestras vidas durante

los diez años que duró la obra, fue la obra.

Aunque antes de completarse el Dique, ya estaba

solo como un puma.

“Los últimos serán los primeros” dijo el cura,

una y otra vez, miles de veces, todo el santo

día y todos los días hasta antes de dejar la

Villa.

Los últimos, se suponía, éramos nosotros.

¿Quién más sino?

Y llegó al fin el día del éxodo.

La gente pasó

en vela la última noche, la iglesia se mantuvo

abierta y en cuanto clareó el cielo nos enfilamos

en procesión y nos despedimos rezando

lo que ya no volveríamos a ver. Había gente sobre

el terraplén, agolpados ahí arriba; estaban

felices y nos saludaban con banderines celestes

y blancos como si fuéramos un ejército vencedor

de quién sabe qué batalla. Pero en realidad,

parecíamos los deudos de un velorio: con

las cabezas entornadas, repitiendo las alabanzas

que vociferaba el sacerdote, “bienaventurados

los mansos, los hambrientos, los sedientos”.

Nadie hizo amague en husmear lo que dejaban

atrás. Es lo que se ve en la foto, al menos

es que recuerdo. Como si nunca hubiera salido

de ahí.

Juro que hasta las once de la mañana del

primero de julio de 1967 esperé el Día de la Resurrección

mientras todos esperaban la gran

inauguración de la Obra. Cerca del mediodía,

un bramido extraño y desconocido recorrió

más leguas que los cien bombos legüeros que

repiqueteaban desde temprano. Pensé que el

hormigón estaba partiéndose, pensé que al final

llegaba el Gran Día, que delante de la primera

turbina vería levantarse con vida a mis

muertos. Y de pronto vino el silencio.

El cielo se volcó sobre el pozo y desapareció

La Villa.

A las once y media el agua comenzó a salir

de todos lados. De los cuatro kilómetros de

hormigón. De los músicos de la banda. Del almirante

y el presidente. De mi ojos, de los ojos

de mi patrón, de los ojos del cura y de todos los

pobladores de La Villa. Todos éramos agua subiendo

contra el terraplén del dique Frontal.

Recién a la tardecita finalizaron los festejos.

Con pereza fuimos bajando del terraplén y

siempre enfilados detrás del cura.

Caminamos

seis kilómetros hacia las nuevas casas que nos

había mandado a construir el gobierno. Cuando

llegamos, un funcionario nos señaló los cobertizos

de ladrillos huecos y techados con fibrocemento.

Nadie pudo decir nada. Ni al cura

le salió palabra. Allí estuvimos dos años. Durante

todo ese tiempo, el cura venía a rezar a

diario. No sé aun por qué. Aunque continuaba

repitiendo que seríamos los primero porque

éramos los últimos.

Me quedé a la par de mi patrón y su familia.

Había crecido arreando cabras y después, manteniéndome

con los pescados que me enseñaron

a sacar de las malas aguas. Aprendí a nadar

también. De todos los de aquella foto fui el

único que aprendió a hacerlo. Mi patrón y los

demás se reían, se reían de mi afán y mi despropósito

como ellos creían que era.

En fin, entre

el antes y el después del dique, nuestras vidas

parecían andar en contramano a ellas mismas.

Flotar sobre la tierra en la que solíamos

alimentar a las cabras, esperando con paciencia

a que picase un dorado.

Y así pasó la vida. De un plumazo sucedió

todo. Mi infancia allá abajo, el agua por arriba,

el Día que no ha llegado aún y la bendición de

que así no haya sucedido hasta que se cumpla

mi última voluntad después de muerto.

He aprendido lo suficientes sobre estas

aguas y he dejado todo ordenado. Mis instrucciones

han sido precisas y constan en un acta

que redactó el juez de paz de Las Termas.

Otro viejo amigo que nunca hizo preguntas ni

me miró raro. Tres copias pedí que me diera,

una la reserva él, otra el dueño de la funeraria

y de quien también me hice amigo. La última

la guardo yo junto a la foto de la procesión en

la que sólo aparece retratado el niño que supe

ser hace casi setenta años. También me tomé el

trabajo de conseguir una excepción municipal,

todo un expediente administrativo en el que

intervino hasta el Concejo Deliberante y me llevo

un año completo. No fue nada facil obtener

el decreto firmado por el intendente. Pero de

algo sirvió haber sido sacrificado por las aguas,

al menos me concedieron la dispensa. No seré

enterrado en ningún cementerio.

Mi cajón será lanzado en el gran lago, enfrente

de la primera turbina. Mis legatarios,

deberán asegurarse que las piedras estén en

mi cajón para hacer peso suficiente y llegue lo

más cerca que pueda del cementerio de la Villa.

Si es verdad lo que siempre dijo el cura, cuando

llegue el Día de la Resurrección debería levantarme

primero porque fui el último. Entones

podré señalar a los míos y llevarlos a la superficie

para salvarlos de morir ahogados.

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