Crónicas Sangucheras
Por Belén Cianferoni.
Es difícil entender nuestro amor por los sanguchitos. Es así. Somos personas simples, de gustos magníficamente pequeños. Un pedazo de alguito entre dos panes, de cualquier tipo, puede ser la puerta al cielo. Y, sumado a esto, los santiagueños no tocamos timbre: aplaudimos de corazón hasta que nos atiendan.
Volviendo a nuestro tema de amor, el sanguche. No importa su interior, cualquier sanguche nos salva el día. Citando la frase de mi hermano: "No me voy a lo desconocido sin un sanguche en el bolsillo". Un sanguchito es seguridad, un sanguchito es amor.
No creo que haya suficientes enciclopedias o tratados que nos ayuden a pensar en esta comida del bien. No voy a jugármela, pero si tengo que elegir un sanguche que me salve el día, es uno apretado de mortadela y queso con pan francés con coca fría, sí o sí.
Vienen a mi mente las manos de mi padre cortando fiambre, con la concentración de un cirujano. El salame de colonia, el picado grueso, se lo cortaba de costadito. Así quedaba más alargado y, según mi papá, podías disfrutar mejor la superficie del fiambre mejorando el corte. Geometrías, muchacho, geometrías. Papá siempre dominó la aritmética de los sanguches en la ruta. Él sabía la relación áurea o proporción divina de cada sándwich. Ni Fibonacci se animó a tanto.
No importa qué edad tenga, realmente estoy segura de que podré cumplir 60 años y seguiré volviendo a ser niña cuando alguien me entregue un sanguchito en la mano. Esa alegría que sentía cuando salía de la pileta y mi familia me envolvía en toallas antes de darme un sanguche de milanesa fría. No era el mejor, nada era perfecto, pero me sentía como si Dios me acariciara la cabeza. Así que desde aquí mando mis saludos a todos los maravillosos sanguches de milanesa del mundo. Son una fruta noble.
No sé si tuvieron la suerte de conocer la rotisería Gallito en la calle Castelli. Mientras escribía estas líneas, recordaba no solo sus picadas de cerdo, sino también esos fantásticos sanguches de peceto y de lengua que comprábamos ahí. Como siempre, desde el lugar más humilde nace el más puro de los sabores. Salir del colegio Nacional o escaparme con mi familia a comer sándwiches ahí a la mañana, para no morir de calor, son partes de mis tesoros. No importaba nuestro origen, no importaba nuestro color. Éramos un montón de personas en silencio, probando un bocado de comida y sintiendo el amor de Roger por la cocina. Comían los diputados, comían los albañiles y comía yo, feliz entre el tumulto.
Cuánta felicidad y recuerdos pueden encontrarse entre dos panes. No hacen falta filtros ni mucho brillo, porque no importa realmente Comer un sanguchito y mirar la vida jugar con la sombra de un árbol nos acerca a la verdadera belleza de vivir.