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Crónicas antimufas

Por Belén Cianferoni.

Tenemos rituales para todo, pero, sobre todo, para esquivar la mala suerte y para no llamar al infortunio. No hablo de ganar la lotería ni de encontrar una suma de dinero en la calle, aunque no me vendrían mal, sino de todas las cosas que hacemos para que la yeta, no nos pise los talones.  

Mi padre era un hombre de rituales, y lo respetaba por eso. Siempre se ponía la media y el zapato derecho primero y el primer bocado lo daba del lado derecho de su mandíbula. Empezar un nuevo día o un plato de comida puede ser igual de peligroso y siempre requiere un poco de suerte.  

No sé si papá sabía que yo conocía su modus operandi al empezar un plato, pero lo observaba muchísimo, sobre todo cuando empecé a cocinar. Era entendible: al principio me salían unos bloques insulsos de comida cuya existencia solo Dios, con su misericordia divina, podía perdonar. Pero así es esto: uno empieza fracasando para luego mejorar con el tiempo y la práctica. Usamos los rituales como escudos para que no nos pase nada en el medio pero practicamos para mejorar.

No pasamos la sal de mano en mano, nos hacemos la señal de la cruz cuando el vino se derrama sobre la mesa… Incluso llegamos a no pronunciar el nombre de ciertos objetos o personas para no llamar al infortunio. Hubo un apellido que estaba prohibido nombrar en casa por su fama de atraer la mala suerte.  

Algunas personas mezclan la magia con los rituales. Mi abuela, por ejemplo, puso un espejo cerca de la puerta para que las malas energías se reflejaran y se fueran. También sé que todas sus hermanas cosían a cada persiana una pequeña bolsita roja, casi imperceptible, con hierbas en su interior. Mi abuela era una especie de brujita cuántica que te hablaba de ondas, energía y compuestos. De chica, me moría de ganas por abrir esas bolsitas rojas, pero me asustaba diciéndome que el diablo estaba adentro... No sé si tenía razón, pero yo tenía miedo.  

Hay gente que no camina bajo una escalera. Una amiga dio toda una vuelta de manzana porque en dos veredas se encontró con escaleras con gente y espejos rotos enfrentados. Ni lerda ni perezosa, dio la vuelta y buscó otro camino lejos de ese banquete de yeta que tenía enfrente. También es cierto que no era verano cuando hizo esta hazaña; de haberlo sido, lo habría pensado dos veces.  

Un amigo artista desistió de trabajar en cierta obra de teatro porque su personaje tenía que mencionar reiteradas veces a cierto animal que repta y tiene veneno. Encima, tenía que vestirse de amarillo. Recuerdo cuando me contaba:  

—Belén, tengo que decir el nombre de ese bicho y, encima, vestirme de amarillo arriba del escenario… ¡Eso es llamar a la miseria!  

Lo detuve para preguntar si era porque el color engorda, y ahí me explicó que era de mala suerte hacer eso en los escenarios. Me contó que tenía un conocido al que le había caído algo en la cabeza mientras actuaba. Le replique que el verdadero infortunio era usar ese color horrible en general: te hace ver hinchado.  

Todos tenemos algo, ninguna profesión se escapa, ni siquiera las más cerebrales, como los programadores. Sé de su lucha con la tecla del tab y la barra espaciadora. No la entiendo, pero la apoyo, porque no se trata de saberlo todo, sino de aceptar que hay algo más allá y que, si no lo hacemos... corremos peligro.  

Nos volvemos niños, nos ponemos irracionales y sudamos frío con solo pensarlo. Respiramos hondo y seguido mientras encendemos esta vela a la oscuridad con nuestras pequeñas acciones.  

No voy a terminar de hablar de esto sin mencionar, reiteradas veces, a mi estimado Pugliese. He estado enumerando muchísimos rituales y creo que es mejor terminar, rezar un Padre Nuestro y cruzar los dedos mientras repito tres veces:  

Pugliese, Pugliese, Pugliese.

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