Los Cardenales argentinos 90 años de la vida de la Iglesia en el país (segunda parte)
Por Eduardo Lazzari. Historiador.
Los historiadores estamos llamados a la prudencia en cuanto al tiempo que se debe dejar pasar para abordar los acontecimientos históricos. Un gran historiador británico, quizá el mejor científico de la historia del siglo XX, Arnold Toynbee, sostenía que al menos hay que dejar pasar dos décadas para investigar un período de la historia y si se busca una perfección en el trabajo, debería dejarse pasar ese tiempo desde la muerte de los personajes importantes. En el caso de la historia argentina, resulta difícil ese ejercicio debido a la dificultad que tenemos como sociedad para dejar en el pasado el análisis de lo ocurrido para su interpretación.
Me permito contar una anécdota de la que fui protagonista cuando con un historiador también británico caminábamos por el cementerio de la Recoleta, en Buenos Aires. Este amigo me dijo que venir a la Argentina le apasionaba porque era "posible ver a los argentinos discutiendo con los fantasmas de la historia para lograr que cambiaran sus acciones del pasado", poniendo como ejemplo "la facilidad de imaginar a un historiador argentino hablando con Juan Lavalle para comentarle el error que significaría fusilar a Manuel Dorrego, intentando modificar el hecho histórico".
Sin embargo, en la historia de la Iglesia argentina, es posible abordar el pasado reciente con mayor facilidad ya que el análisis de la vida y la obra de los líderes católicos argentinos se re sume en general y lamentablemente a su actuación en el ámbito de la política, dejando de lado la riqueza de los personajes. Por eso, en la continuidad de la biografía del cardenal Antonio Quarracino, no debe dejarse de lado su carácter expansivo y su permanente participación en los debates nacionales, que lo hicieron destacar luego de los años del episcopado porteño de Juan Carlos Aramburu, un hombre amable que escapaba de la exposición pública y muchas veces se mostraba incómodo ante una requisitoria periodística o una crítica, a la que siempre dejaba pasar.
Vamos a completar una semblanza de un cardenal cuya actuación fue acorde al tiempo que le tocó vivir en la cumbre del poder eclesiástico argentino.
La década de 1990
Para la sociedad argentina, los años de 1990 significaron varios cambios muy importantes que significaron un nuevo paradigma para el país. Se pueden poner como ejemplo de esos nuevos rumbos la terminación de los levantamientos militares hasta hoy; un intento de cambio de régimen económico que logró frenar durante una década la inflación, pero con un gran costo social; el inicio de la disgregación de los partidos políticos tradicionales que finalizó con el bipartidismo tradicional del siglo XX; y sobre todo el gran acuerdo que hizo posible la reforma constitucional en 1994.
Al respecto de este último tema, la cúpula eclesiástica en su mayoría se mantuvo al margen del debate político generado por la iniciativa del gobierno de Carlos Menem, que contó con el apoyo del líder radical Raúl Alfonsín. Causó ruido en la relación interna del episcopado la decisión del obispo del Neuquén Jaime de Nevares, ubicado en el sector llamado progresista, de participar como candidato a constituyente en las elecciones de 1994, llegando a ser miembro de la Convención reunida en Santa Fe, y renunciando al poco tiempo con una crítica feroz al procedimiento convencional. El cardenal Quarracino mantuvo una posición de discreto apoyo a la reforma constitucional, pero sin grandes grandilocuencias evitando que el conflicto escalara en el seno de la Iglesia argentina. Salvo casos aislados de algunos obispos, nadie objetó que se quitara el requisito de la catolicidad del presidente argentino que figuraba en el texto liminar de 1853.
En lo que sí Quarracino mantuvo una posición pública muy destacada fue en el apoyo a los indultos que dictó el presidente Menem en 1989 y 1990, a los que consideró necesarios para lograr una reconciliación definitiva de los argentinos. Vale destacar que esos perdones presidenciales a las cúpulas militares y guerrilleras lograron que durante los '90 el tema del pasado trágico de los años de 1970 y 1980 dejara de ser parte de la discusión cotidiana y pasara a ser analizado fuera del ámbito político. Se puede afirmar que el tema pasó a los gabinetes de investigación.
El más conocido de los cardenales argentino s
Quarracino fue sin duda un protagonista de la sociedad argentina en los años que encabezó la arquidiócesis de Buenos Aires, mostrando un cambio con la tradición florentina que siempre había tenido la participación de los prelados en la vida pública. Cuando se dice "florentino" se habla del modo diplomático que caracterizó a los líderes religiosos argentinos a lo largo el siglo XX, con medias palabras sujetas a interpretación, esquivando definiciones tajantes y concluyentes, actitud que incluso mantuvieron los obispos en el tiempo terrible del conflicto de la Iglesia con el Estado a mediados de la década de 1950.
Quarracino tenía una columna semanal en un programa religioso, desde donde sentaba posición sobre los más diversos temas que afectaban al país y la sociedad. Era una novedad frente a la tradición moderada de sus antecesores. No tuvo empacho en participar de programas de temática política y social moviéndose con el respeto necesario. Varios de los obispos auxiliares de Quarracino en Buenos Aires fueron luego importantes prelados, como Héctor Aguer, el propio Bergoglio que hoy es el papa Francisco, Norberto Martina y otros varios, con lo que diseño un modelo de episcopado plural.
Un gesto formidable como pastor católico de Buenos Aires fue la colocación de un mural de homenaje al pueblo judío en la Catedral porteña, con restos de campos de concentración, de la AMIA y de la Embajada de Israel, que constituye el primer monumento de conmemoración del holocausto judío en el mundo. A ese acto asistió Lech Walesa, ex presidente de Polonia y Premio Nobel de la Paz. Tiempo después, se agregarían uno al genocidio armenio y otro al genocidio ucraniano. Esta actitud de apertura ecuménica con las iglesias cristianas y de afecto con el pueblo judío fue una marca indeleble que Quarracino legó a la Iglesia de Buenos Aires que continúa hasta hoy.
Su misión en Buenos Aires fue la más corta desde 1959. Sólo gobernó la arquidiócesis primada durante un poco más de siete años. Creó seis parroquias. Impulsó grandes reformas en el Seminario Metropolitano de Buenos Aires, tanto en la organización como en el perfil académico. Como una muestra de su carácter itálico, era un gran contertulio de sus amigos y colaboradores, a quienes acompañaba en tenidas gastronómicas sencillas pero abundantes. Era un gran cultor de las charlas sobre la cultura argentina, a la que promovía y admiraba. Publicó varios poemas colaborando con los suplementos literarios de los grandes diarios porteños.
MALA SALUD Y PASCUA
Ya antes de ser promovido a Buenos Aires, Quarracino mostró algunos problemas de salud, uno de los cuales se produjo mientras volaba a Roma para una entrevista con el papa Juan Pablo II. Sin duda, las altas responsabilidades no ayudaron a mejorarla y tuvo varios episodios médicos de cierta gravedad. Fue quizá esta debilidad la que lo hizo preocuparse anticipatoriamente por su sucesión. Su cordial relación con Juan Pablo II fue muy intensa, y eso le permitió lograr el nombramiento de un arzobispo coadjutor con derecho a sucesión. El 3 de junio de 1997 Jorge Bergoglio, uno de los obispos auxiliares de Buenos Aires, quizá su preferido, fue nombrado para suceder en forma automática a Quarracino una vez que este dejara el cargo. No cabe duda que la acción de Quarracino fue fundamental para encauzar la carrera eclesiástica del jesuita rumbo al trono de Pedro.
La muerte del cardenal Eduardo Pironio el 5 de febrero de 1998 fue un golpe afectivo muy fuerte. Quarracino iba a sobrevivir sólo tres semanas al fallecimiento de su gran amigo y compañero, de quien celebró el funeral de cuerpo presente en la Catedral porteña luego de su repatriación desde Roma. En ese momento diría: "Brotan en mí sentimientos cuya marea interior se entremezcla en mi memoria y mi corazón hasta el punto de poder entrecortar mi voz y nublar mis ojos".
El cardenal falleció el 28 de febrero luego de una corta enfermedad que transitó en un sanatorio porteño. Tenía 74 años, es decir que no llegó al límite canónico de edad para renunciar. Los funerales se celebraron durante dos días en la Catedral Metropolitana de Buenos Aires con la asistencia de decenas de obispos y centenares de presbíteros. Su ataúd abierto fue expuesto a los miles de fieles que le rindieron su último adiós. También eso fue disruptivo porque la costumbre era que los velatorios episcopales fueran a cajón cerrado. La misa exequial fue presidida por el nuevo arzobispo, hoy papa Francisco. Fue sepultado en la capilla de Nuestra Señora de Luján y junto a él fueron colocadas las cenizas de sus padres Giuseppe y Ana María, por voluntad testamentaria del cardenal.
Tal como describió monseñor Charbel Mehri, eparca de los católicos maronitas en Buenos Aires, una de las características fundamentales que se destacaba en Quarracino era: "su bondad que la exteriorizaba siempre con un humor agradable, inofensivo y comunicativo. Esta bondad ha sido, sin duda el secreto de sus logros en las diversas etapas de su vida sacerdotal y episcopal, llegando a conquistar la confianza y la amistad de los que lo rodeaban y a ocupar los altos puestos en su misión espiritual".
Todos los testimonios de quienes compartieron tareas y misiones con Quarracino dan cuenta de un hombre sumamente afectuoso (algo poco común), muy frontal y sincero, a la vez que poseedor de una extensísima cultura que lo hizo un pastor original, en algunos temas polémicos, pero cuya franqueza permitió sobreponer su bondad a sus opiniones.