La inmobiliaria Darwin
Por Sergio Kiernan.
Por Sergio Kiernan para Página 12.
Parece mentira, pero ya van a ser dos siglos que nos llegó y nos caminó el paisaje un inglesito rubión, apenas veinteañero pero ya universitario recibido, brillante, de buena pluma y ojo agudo. Estaba en una de esas aventuras que tantos soñamos y poquísimos cumplen, dar la vuelta al mundo en un buque equipado para eso, que te lleva y te trae con pensión completa, te da largas licencias para explorar y encima no te cobra. Charles Darwin había zarpado de Devonport el 27 de diciembre de 1831 a bordo de la pequeña fragata HMS Beagle y para cuando llegó al Plata había revisado islas atlánticas y Brasil lo había fascinado con su naturaleza explosiva y asqueado con su esclavitud.
El viaje hizo historia, porque Darwin encontró variaciones y más variaciones de lo mismo, concluyó que eran adaptaciones al medio específico y dedujo que eso ocurre porque los animales evolucionan. Pero eso vino muchos años después, años de angustia por la inmensa contradicción de sus conclusiones con la enseñanza religiosa sobre el origen del mundo: los Darwin eran prominentes en la Iglesia de Inglaterra, y la mujer del autor era una chupacirios apasionada.
Con lo que hay que pensar en un chico soltero y con ambiciones de ser un naturalista que captura maníacamente ejemplares para las colecciones que prepara en un camarote estrecho y hediondo de la fragata. El comandante es Robert FitzRoy, noble menor, marino profesional y apasionado naturalista. Habían sido presentados por el reverendo J.S.Henslow, un botanista que le había enseñado cómo armar herbarios técnicos a ambos jóvenes. Henslow armó un encuentro porque FitzRoy necesitaba un acompañante para su vuelta al mundo, y el acompañante tenía que ser un civil, un naturalista y de buena familia.
La Inglaterra de esos años es la de Jane Austen, obsesionada por la clase y el dinero. Para su deconcierto, la Real Armada estaba en un largo período de paz y hasta de amistad con el enemigo histórico, los franceses. Ya había pocas posibilidades de gloria en combate, ni siquiera de combate a menos que uno fuera a parar al Golfo de Benin a cazar barcos esclavistas. Si sobrevivías las fiebres, tal vez volvías con anécdotas, pero no con medallas.
Con lo que el también joven comandante recibió el encargo de mapear lo que faltaba del mundo, con especial atención a las profundidades costeras, y completar las mediciones cronométricas del cálculo de longitud. Eran cinco años de trabajo y FitzRoy, previsor, le pidió al padre Henslow que le arreglara el problema principal de un capitán naval, la extrema soledad. Es que el comandante, una vez suelta la amarra, era señor absoluto de su dominio flotante, su palabra ley, su castigo inapelable. Un dios no puede tener amigos entre sus subordinados, tiene que traérselos.
Así que Darwin, que le cayó simpático, le pareció educado y era de una clase social similar, fue anotado como supernumerario de a bordo, recibió un camarote de oficial y un sucucho un par que cubiertas abajo para su laboratorio, fue admitido a la mesa del capitán y hasta pudo caminar el alcázar de popa, un espacio sagrado. Su tarea era permitirle a FitzRoy conversar como un ser humano, con un igual, y entretenerlo con teorías y observaciones.
La fragata llega eventualmente a una ciudad que se llamaba Buenos Ayres y Darwin desembarca, es presentado en sociedad, hace amigos y eventualmente descubre cómo recorrer las pampas donde puede cumplir otro sueño, encontrar un gliptodonte. La cosa pasaba por ser presentado al supremo, Juan Manuel de Rosas, y pedirle permisos y ayudas para recorrer la frontera. Rosas está, justamente, en la frontera en una de sus campañas contra las Primeras Naciones y acepta recibir al inglesito. Darwin sale fascinado con el supremo que habla buen inglés, entiende lo que busca un naturalista y no lo acusa de ser espía. El premio es un salvoconducto y despachos para que los fortines le provean escoltas y trabajadores.
Son días felices en el campo que un día será llamado bonaerense pero en ese entonces era porteño. Darwin bolea, colecciona pájaros y plantas, aprende a comer asado con el cuchillo nomás, encuentra su gliptodonte. "El Gaucho, o gente del campo, es muy superior a los que viven en los pueblos", escribe años después. "Es una persona invariablemente hospitalario, amable y ceremoniosa. Nunca, ni una vez, fui tratado con rudeza y jamás nadie fue otra cosa que hospitalario. Es una persona modesta, tanto cuando se habla de él o de su país, y a la vez valiente y con espíritu". Lo único que lamenta el visitante es la presencia constante de cuchillos y los duelos "por la menor ofensa".
Para cuando vuelve al pueblo que era nuestra capital, Darwin se aburre de ver calles y vendedores, pero se tiene que quedar dos semanas ordenando y preservando sus colecciones. Finalmente, hace el papeleo y le permiten cruzar a la Banda Oriental. Montevideo llevaba años sitiada y Darwin se ataja con lo que va encontrar: precios altos, mugre, hacinamiento. Pero se sorprende porque los centinelas de los portones de la fortaleza son unos verdaderos ladrones, que aprovechan su función y armamento para robar impunes. La Beagle está en el puerto, pero hay demoras y el naturalista decide explorar las pampas del otro lado.
De las páginas del diario dedicadas a estos pagos, las que más impresionan al lector moderno son las dedicadas a Maldonado, al oriente uruguayo. Darwin llega en busca de huesos a una península pelada, la Punta del Este, y ve un pueblito miserable, de apenas un herrero y un par de carpinteros, que se gana la vida vendiendo algunos cueros y cabezas de ganado. Es una zona de ranchos ganaderos, "nada interesante", sin casas ni árboles, pero que en apenas dos semanas "me permitió preparar una colección casi perfecta de sus pájaros y plantas".
Por apenas dos dólares por día, Darwin contrata un guía y un paisano bien armado, y media docena de caballos de carga. Sus excursiones lo llevan a pagos apenas poblados, donde apenas se ve una persona por día. Es tan aislado, que el inglés asombra a todos con su brújula y un "comerciante agrandado" le desconfía porque usa barba y se lava la cara, "cosa de musulmanes". Un día muy cansador, la pequeña expedición llega al campo de don Juan Fuentes y pide alojamiento por la noche, que por supuesto reciben.
Es entonces que llega un arreo de cientos y cientos de cabezas de aquellas vacas bravas y huesudas, españolas, que se criaban entonces. Darwin ve tanta vaca y tanto paisano arreando, un batallón, y contrasta esta evidente riqueza con la casa de los Fuentes, un rancho bajo y grande de piso de tierra batida, con unas pocas sillas, mesas y bancos de la peor factura. La cena es una bandeja con carne asada apilada, otra con carne hervida y una tercera con calabazas. No hay pan y una jarra grande de terracota con agua es la bebida común, que ni vasos hay. "El señor Fuentes es dueño de varias millas cuadradas de tierra que podrían producir granos y todos los vegetales que se quiera, sin mucho trabajo", anota el visitante, asombrado.
Aquí hay que remarcar que Darwin parece curiosamente libre de la altanería de sus compatriotas, que se sabían ciudadanos de la mayor potencia de la época. Lo que concluye es que el problema es el total aislamiento de Fuentes y sus vecinos que, algún día, entrarían en los mercados internacionales y vivirían como sus pares ingleses, "con una residencia de campo y calesas de seis caballos", más muebles finos y vajillas. Que es exactamente lo que pasó, medio siglo después.
No es que el jovencito naturalista fuera adivino, era que esa Inglaterra de Austen estaba obsesionada por la renta. En sus novelas, las madres le buscan buenos partidos a sus hijas casaderas averiguando "cuánto tiene por año", cuánto le rinde la tierra que tiene o heredará, cuánto los bonos de la Corona, cuanto las acciones en alguna banca comercial. De vuelta al pago, Darwin también fue uno de esos partidos casaderos y también se presentó aclarando su renta anual, actual y futura.
El pibe sabía calcular cuánto daba la hectárea, o por caso la "milla cuadrada".