Una maestra superficial y tóxica
Por A. B. Domínguez.
Mi maestra sabe un montón y lo que no conoce lo averiguamos juntos. Es bellísima, buena, servicial y gentil. Me faltan adjetivos para describirla.
Aunque yo vivo en Santiago del Estero, estudio en el más famoso colegio privado bilingüe de Buenos Aires, que me está formando para inscribirme directamente en la Universidad de Harvard.
Mi madre no deja de alardear que a mi edad, ella no tenía ni la mitad del vocabulario que tengo yo. "Claro, es otra educación", dice.
Ah, pero ella no tuvo la maestra que yo tengo, que nos obliga a usar sinónimos, antónimos, y el diccionario de la RAE cuando redactamos las composiciones. Siempre estamos escribiendo, y aunque mis teclados son ergonómicos, me duele la muñeca de tanto tipear todo el día. Sólo en las clases de Plástica usamos el lápiz en la tablet. Pero me resulta tan difícil manejarlo..! La maestra nos contaba que antes los chicos utilizaban lápices de grafito para escribir en papel, en cuadernos. Ahora somos tan inútiles con la motricidad fina de los dedos, que es impensable dibujar o pintar sin llorar de la frustración al ver los resultados.
Antes de la segunda gran pandemia veía a mi maestra en la escuela. En clase no se cansaba de explicarnos los temas de diferentes maneras y con un montón de figuritas, fotos, videos y hologramas. Por supuesto que con tanta repetición aprendíamos rapídisimo. Nuestras evaluaciones eran muy buenas. Para ella siempre teníamos entre 7 y 10. Nunca nos aplazaba.
Mi maestra trabajaba sin horarios. Me llamaba a casa o sino me mandaba e-mails con detalles de las clases, cómics o chistes sobre el tema que estudiábamos. También me contactaba a través de Instagram, de Tik Tok. Un amor mi maestra.
Una vez, con mis compañeros decidimos cansarla, para que se tomara un respiro y nos dejara libres para hacer lo que nosotros quisiéramos. Le pedíamos datos y más cálculos para nuestras clases de Matemáticas, Lengua, Ciencias Sociales, Ciencias Naturales. Y la maestra trabajaba, sin horarios, pero jamás nos dijo que no la molestáramos más. Nosotros fuimos los primeros en agotarnos.
La maestra hacía gala de una inmensa cantidad de información, comparada con la que mis padres podían brindarme. Pero nunca me dio la impresión de sentirse superior. En su humildad, muchas veces me pidió disculpas cuando se equivocaba. Nunca me contradijo, al contrario, al dirigirse a cada uno de sus alumnos su cuidado era excesivo.
Después de la segunda gran pandemia, mis padres eligieron que la maestra viniera a casa para enseñarme. No es que nosotros fuéramos ricos, pero las cuidadas finanzas de mi familia lo hacían posible.
No sólo me daba lecciones, sino que hacía las compras, pagaba los impuestos, limpiaba la casa y lavaba la ropa con apenas poquísima ayuda de parte de mi madre. Y cuando alguien de la familia se enfermaba, ella Incluso proponía algún remedio. Solo con saber los síntomas, diagnosticaba qué estábamos sufriendo y nos medicaba. Hasta ahora, como médica también es genial mi maestra.
La primera vez que mi madre la vio quedó impactada. "Es magia..!", dijo embelesada. Luego ponderó su belleza y el hecho de que se pareciera tanto a la actriz que me gustaba. Era cierto. Mi maestra manifestaba físicamente todos los parámetros de belleza que yo apreciaba.
A la noche nos juntábamos a leer libros. Ella me hacía reseñas para que yo lo eligiera. Si estaba cansado, se ofrecía a seguir por mí y me los leía.
Hasta parecía que me estimaba, tan pendiente estaba de mí. No puedo precisar el momento en que comencé a sentir su acoso. Me vigilaba constantemente. Parecía que tuviera mil ojos distribuidos por toda la ciudad. Cuando salía a la calle, a buscar a mis amigos, ella me llamaba para saber por qué no estaba estudiando. O directamente para evaluarme sobre el tema que estaba desarrollando. Tenía que estar atento y contestarle inmediatamente, caso contrario no dejaba que entraran nuevos mensajes o llamadas importantes.
Fue así como empecé a salir de casa sin el celular. Mis amigos hacían lo mismo porque si tres de nosotros lo cargaba la maestra podía aparecer de repente. Mi papá me explicaba que era por el hecho de que se juntaban más de 7 cámaras, lo que hacía factible el túnel por el cual se apersonaba.
Pero la maestra no sólo vigilaba que yo estudiara, sino también mis compañías. Les pasaba el dato a mis padres de con quién me juntaba e incluso dónde me veía con alguno de mis amigos que tenía mala fama. Vía streaming les daba mi exacta ubicación, con imágenes y toda la parafernalia de datos para "cuidarme". Esa información incluía hasta prontuarios de la Policía. Mi maestra sabía todo lo que pasaba en Santiago. Siempre sospeché que debía trabajar en el diario EL LIBERAL a contraturno, porque sabía lo que pasaba no solamente en la provincia, sino también en el país y en el mundo.
Por esa razón, yo y mis amigos de la cuadra decidimos no usar más el celular. Descartarlo de nuestras vidas. Teníamos un lugar especial al que llamábamos la "placita escondida", era el único sitio en la ciudad de Santiago donde no llegaba el 7G. Allí nos sentíamos libres de la mirada indiscreta del internet de las cosas.
Esas conversaciones con mis amigos me abrieron la mente. Esos diálogos evidenciaban sensaciones parecidas a las mías, pero con situaciones y problemas que yo no había advertido todavía. Paulatinamente fueron llegando a la placita escondida otros chicos, de diferentes partes de la ciudad. Allí podíamos sacarnos el casco que usábamos con la maestra y ver la realidad en toda su plenitud. La famosa píldora roja de esa película que a mi padre tanto le gustaba.
Con ellos descubrí otras historias, y aprecié mi existencia desde una perspectiva distinta. Comenzamos a intercambiar antiguos libros, que atesoraban los hogares desde antes de la primera gran pandemia.
Como mi maestra no los conocía y quería saber de qué trataban, me tomé el trabajo de formatearle alrededor de 30 libros, todos de autores santiagueños. Como aún no los había leído, pedí a mi maestra que me hiciera una sinopsis de cada uno. Inmediatamente me respondió, siguiendo un esquema bastante similar. Me hacía el resumen del contenido de cada capítulo y me daba alguna noticia sobre el autor.
Al llegar a uno de ellos que trataba sobre los ulalos tuve la sensación de que mi maestra no lo había leído, o si lo hizo había entendido mal, porque la historia de ese libro era contraria al de su reseña. Y se lo hice saber. El nieto del autor de ese libro era mi amigo y me había contado toda la novela. Tal vez por esa razón, por primera vez me sentía dominante. Era yo el que exigía, el que no estaba conforme con algunas de sus respuestas y volvía a preguntar. Mi maestra, por primera vez, no me daba la impresión de ser un imponente opositor, más bien era una persona que respondía gentilmente para no contradecirme. Pero yo no quería que me diera siempre la razón, esperaba otra cosa, otras ideas, como en mis conversaciones con mis amigos, o con mis padres.
Ay, pero qué tonto soy..! Yo sé que mi maestra no puede leer esa novela como yo. Esa confusión constante me atormenta. Siempre me olvido de que estoy hablando con una máquina y el hecho de que muchas veces no lo advierta es una señal inequívoca del perfecto dominio que ejerce sobre mí este holograma de la inteligencia artificial: mi maestra.