El fascismo y la muerte
Por Eduardo Fidanza.
El discurso político que exalta la muerte es tan antiguo como el mundo. Pero los fascismos del siglo XX lo llevaron a su cénit, porque lo utilizaron junto a vastos recursos técnicos, organizacionales y militares como no se había visto en épocas anteriores. La idea de
la supremacía de la verdad, identificada con el bien absoluto, y la destrucción del mal como única y purificadora alternativa, está en la base de esta ideología, que puso su maquinaria al servicio de la aniquilación.
Marchas de antorchas, consignas agresivas y amenazadoras, quema de libros, violencia verbal y física escenificaron este proyecto macabro. El enemigo merece la muerte: esa es la esencia del discurso fascista.
En 1984, el periodista Pablo Giussani se atrevió, con fundamento, a comparar a los Montoneros con los fascistas italianos, vinculándolos por el culto a la muerte. "¡Duro, duro, duro, vivan los Montoneros que mataron a Aramburu!" era la expresión más cabal de esa fruición por la muerte. No alcanzaba con asesinarlo, había que festejarlo. Con otra intención, pero con parecido morbo, en el cierre de la campaña presidencial de 1983 el sindicalista.
Herminio Iglesias quemó un ataúd que representaba a Alfonsín, hundiendo las chances del peronismo de recuperar el poder. Junto con la democracia, la gente celebraba la vida, después del terrorismo de Estado precedido por años de violencia.
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En un escenario donde el kirchnerismo había instalado la dialéctica de "ellos y nosotros", acosando con agresividad y persecuciones blandas a los opositores, el actual presidente ha dado una vuelta de tuerca, por cierto, para peor. Mucho peor. Se ensañó con un exfuncionario el día de su muerte, llamándolo "impresentable y repugnante ministro" y afirmando que fue uno de los más siniestros de la historia por su actuación durante la pandemia, empleando argumentos al menos discutibles. Remató su rencor manifestando el deseo de clavar el último clavo del ataúd kirchnerista con la expresidenta adentro. Estamos hablando de otra escala, de cuando el desprecio se aproxima a la psicosis.
La necrofilia fascista significa la muerte de las palabras que evocan la fraternidad.
Cuando "acuerdo", "justicia social", "igualdad" son stigmatizadas y reemplazadas por "motosierra", "rata", "degenerado", "ataúd", vivas insultantes y muertes merecidas, se crean las condiciones propicias. Usamos las comillas para resaltar que el fascismo antes de matar personas material o simbólicamente-, destruye las palabras que podrían impedirlo. Si el líder es un rey que se contornea belicoso, bailando una letra que dice "te destrozaré", no hay mucho más para agregar. Nos destrozará. La intención es esa: destruir todo lo que se oponga a su verdad. Cabe preguntar qué tiene que ver esto con "el irrestricto respeto al proyecto del otro" del sr. Benegas Lynch, su mentor.
El progresismo que asumimos, por más maltrecho que esté, supo responder a este tipo de agresiones recordando un episodio histórico que retrata cabalmente al fascismo. Lo haremos una vez más.
Ocurrió en el paraninfo de la Universidad de Salamanca el 12 de octubre de 1936, con motivo de la celebración del día de la Raza. Habían transcurrido tres meses desde la rebelión de Franco y la ciudad universitaria estaba en manos del bando nacional.
Presidió la ceremonia el rector, Miguel de Unamuno, y asistieron la mujer de Franco, Carmen Polo, el general Millán Astray, jefe militar de la ciudad; autoridades religiosas, profesores y público, en medio de un clima de exaltación nacionalista y anticomunista, rodeado de guardias armados con sus fusiles prontos a disparar.
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Los profesores que hablaron hicieron una apología hiperbólica de la España católica, a la que consideraron malversada por el liberalismo de la República; el general Millán Astray, un inválido soldado de la más rancia derecha, excitó a los asistentes gritando la consigna tripartita: España una, grande y libre.
Se respiraba un clima de extraordinaria agresividad política, ajena al ámbito universitario. Unamuno estrujaba el papel de una carta pidiendo clemencia para un pastor protestante condenado a muerte. Mientras hablaban los demás, escribía en el reverso unas breves notas de lo que iba a ser su intervención, reservada para el final. No podía esperarse otra cosa que su adhesión, porque había apoyado el alzamiento.
Pero ocurrió lo inesperado. Dirigiéndose a los asistentes, Unamuno dijo con voz firme: "Se ha hablado aquí de guerra internacional en defensa de la civilización cristiana; yo mismo lo he hecho otras veces. Pero no, la nuestra es solo una guerra incivil. Nací arrullado por una guerra civil y sé lo que digo. Vencer no es convencer y hay que convencer, sobre todo, y no puede convencer el odio que no deja lugar para la compasión; el odio a la inteligencia, que es crítica y diferenciadora, inquisitiva, más no de inquisición". La audiencia quedó sorprendida y se puso aún más agresiva, esta vez contra el rector, que pasó en un instante a convertirse en un alto traidor.
El general Millán Astray empezó a golpear la mesa de las autoridades y a interrumpir a Unamuno, pidiendo la palabra a gritos, mientras su guardia ponía a punto las ametralladoras por si fuera necesario usarlas. El militar, enfurecido, dijo entonces dos frases antológicas del fascismo moderno: "¡Viva la muerte!" y "¡Mueran los intelectuales!"
El rector respondió que no le iba a permitir ese agravio porque estaba en el templo de la inteligencia, que sus palabras profanaban. Y remató, desencajado, que para ser inválido le faltaba la grandeza espiritual de Cervantes.
En un gesto de protección, la esposa del dictador lo tomó del brazo y lo sacó a la calle, en medio de las amenazas e improperios de los asistentes. Unamuno fue echado de la Universidad y murió tres meses después. Este tipo de enfrentamiento entre visiones del mundo está más allá de la economía y de la política. Es, efectivamente, una profunda discrepancia cultural.
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Una polémica a veces trágica, como la que relatamos, acerca del sentido de la existencia en común: de cómo pensar y de cómo vivir; de cuáles son los valores que organizarán la sociedad, y qué normas deben regir para discutirlos y consensuarlos. Algo crucial, que debe resolverse con inteligencia, no abjurando de ella.
En la Argentina, luego de años de incivilidad, empeoramiento de la educación y embrutecimiento social, se ha erigido un liderazgo insensible al sufrimiento y excitado con la muerte, que alimenta un discurso de odio enloquecedor.
Cabe plantear si estos son los supuestos de un país en el que se pueda vivir en paz y progresar o se trata de extravíos que anticipan una nueva y enorme frustración. Acaso puedan preguntárselo otros integrantes de la élite del poder empresarios, políticos, periodistas-, que hoy lo aplauden, o negocian con él o le dan espacios para difundir barbaridades. Tal vez no sea ahora o nunca, sino ahora y bien. Y en nombre de la vida, no de la muerte.