Viceversa

Crónicas de la sopa de gallina criolla

Por Belén Cianferoni.

Estar enfermo tiene muy pocos beneficios. La comida empieza a perder el sabor cuando la tos te aprieta el alma y los pulmones. Sientes que salen hilos de conciencia líquida por las narices y puedes ver cómo el cuerpo se eleva con la fiebre. Esta escritora se está recuperando de un catarro; en cualquier momento volveré a estar en mi lado vedette de la vida.

Mientras tanto, he recurrido a la sabiduría popular. ¿Cómo curo una gripe? Con sopa de gallina criolla y arrope de chañar. ¿Cómo bajo la fiebre? Con un eventual pañuelo dejado en la heladera con horas de antelación. Estoy enferma y pienso en comida. Siempre pienso en comida, pero ahora siento que cambiaría un lomito de dos metros por un buen plato de sopa de gallina criolla. Aunque no me guste, y haya militado toda mi vida en contra de este.

Recuerdo a mi abuela, una hermosa turca con más carácter que paciencia, que tuvo que afrontar los desafíos de haber sobrevivido a una operación muy compleja y ver sus recursos tradicionales de "curas y remedios caseros" completamente alterados.

Cambiaron su gallinita del medio del monte por un salmón rosado del extranjero, y sacaron su chañar por un par de hierbas de exportación.

Mi madre, con una paciencia que se asemejaba a la de una enfermera de guerra, cocinaba todos los días trozos magros y cuidados de una carne ridículamente cara.

"No me pasa la comida por la garganta", "siento una presión en el pecho". Cualquier intento era en vano; mi turca adorada no comía.

Fueron un par de días difíciles, pero no imposibles, un reto familiar que logramos vencer. ¿Cómo?, se preguntarán ustedes, mis amados lectores.

Es algo de no creer. La noticia de mi abuela y su ayuno de dos días llegó hasta los oídos de la maravillosa gente de Libertad y de Lilo Viejo, una preciosa localidad que descansa en el departamento Moreno, donde mi abuela supo enseñar junto a mi abuelo, Juan Cianferoni. Testimonio de esto es la hermosa escuela que lleva el nombre de mi mítico abuelo. Esta noticia llegó a los oídos preocupados de uno de los ahijados de mi abuela, María Acuña.

Quienes conocen el interior no sentirán nada inusual al leer que mi querido pariente trajo consigo un par de gallinas criollas recién faenadas para "curar" y "traer de la muerte" a mi abuela.

Apenas su ahijado pisó mi casa, y sobre todo cuando mi abuela escuchó la palabra "sopa", sintió cómo todo su cuerpo se estremecía y salían pedidos y reclamos de alimentos de su boca deshidratada.

¿Cómo negarle algo a María? ¿Cómo no preparar una sopa una vez más en busca del milagro?

Como lo esperan, porque esta historia sí tiene final feliz, mi abuela comió y bebió ese mítico caldo, y volvió a recuperar sus fuerzas.

Días después de su recuperación, mi intriga de niña asustada fue inevitable.

"¿Abuelita, te duele? ¿Por eso no comías?", le dije con mis seis años.

"Era intragable ese pescado. Yo, María Eme, solo me curo con sopa de gallina criolla, no con esos inventos modernos".

"Abuela, el pescado no es un invento", le dije.

"¡Te callas!", me sentenció, y me callé.

Como lo voy a hacer ahora mismo: callarme, mejorar y tomar un trago de sopa.

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