Siempre se renuncia a lo que se quiere realmente hacer
Por Francisco Viola.
Hace un tiempo me regalaron un libro titulado "1001 películas que hay que ver antes de morir". Revisándolo encontré películas maravillosas que vi más de una vez, como Casablanca (la cual siempre recomiendo; también había otras que conocía por título, trama u opiniones, pero que nunca he visto. A esas películas que están entre las que debo ver "un día de estos, sí o sí", se podrían sumar, también, los libros que "deberíamos leer, porque son de lectura imprescindible, esos libros que son la esencia de la literatura". Por otro lado, también existe una valiosa lista de las obras de arte que deberíamos observar, las canciones que deberíamos escuchar y los lugares que deberíamos visitar. Todo, por supuesto, antes de morir. Parece un estímulo excelente y hasta hay un par de películas que hablan de esas listas que hay que cumplir. Pero, lo cierto es que, en ocasiones, realmente, creo que de esas listas muchas cosas quedarán sin hacerse.
Es obvio, está claro que habrá algunos libros que no podré leer y ciertas películas que jamás podré ver tampoco. Sin embargo, en ocasiones, me digo que si lo haré. Como si ese artilugio mental me permitiría garantizar que mi vida irá siempre más lejos de mis posibilidades. Lo cierto es que hay muchas cosas que no haremos en esta vida, esto es lógico. Por ello, sería bueno decidir activamente qué cosas son las que no haremos. Eso no sólo es normal, lógico, sino creo que es saludable y necesario en la vida de las personas.
Algo así, pasa con las personas, ya lo dije muchas veces, también decidimos cosas a hacer y otras a no hacer. Lo que siempre es positivo. Esa decisión la hacemos, a veces, por buenas razones, otras, valga decirlo, por razones malas. En ocasiones, esa decisión trae consecuencias positivas, otras se terminan convirtiendo en lastres negativos. Tal vez, siempre nos genera algún dolor. Porque jamás con las personas se renuncia sin dolor, sin un pesar, sin una pena. Creo que eso sucede porque siempre se renuncia a lo que se quiere realmente hacer. No puedo renunciar a ver el "Nacimiento de una nación de D. W. Griffith" por más que me gustaría verla algún día y es, posible, que nunca podré hacerlo. Como no puedo renunciar a leer "El jugador" de Fedor Dostoievski puesto que, por más que sería lindo y enriquecedor leerlo, quizás no lo haga por falta de tiempo, ganas o lo que fuera. Sin embargo, no hay pesar en ello. Lo máximo una débil nostalgia.
Creo que la renuncia duele. Aunque sea por las malas razones, por creer que renunciamos a lo bueno. Por eso, aun lo que es tóxico nos cuesta dejar, es más, evitamos hacerlo, justificándolo en nombre de lo que fuera. Porque renunciar nos afecta. Nos toca, nos sacude, nos golpea, nos interpela, nos cuestiona. Aunque mantengamos la renuncia, y aun cuando luego de ella, nos tranquilicemos, por lo que obtuvimos al hacerlo, por eso que logramos, eso que "ganamos", en el proceso nos duele. Porque, definitivamente, sólo podemos renunciar a lo que realmente nos importa o, esta sutileza es importante, a lo que creemos que es importante. Quizás por ello, sólo renunciamos cuando lo que incluimos en nuestra ecuación tiene el peso de lo que sentimos, de lo que amamos, de lo que esperamos. Por eso, también o, mejor dicho, sobre todo la renuncia verdadera nace del desapego de la esperanza.
Por marcar una pauta, creo que a lo único que no debemos renunciar jamás es a la dignidad como un bien inalienable, de uno y de los demás. El mandato, por ello, es respetarla, hacerla crecer y promocionarla. Quizás por allí puede haber una pista saludable, placentera y enriquecedora. La dignidad humana como norte y límite. De ese modo, renunciar a algo, tendrá siempre el color de lo que nos protege, de lo que necesitamos.