Santiago

Las invasiones británicas (3ª Parte)

Por Eduardo Lazzari. Historiador.

Muchas veces, la simpatía que despierta la poesía o la música de los artistas populares termina imponiendo un relato dominante, que curiosamente está basado en la contradicción a lo que se considera conservador o retardatario. Es el caso de la frase muy difundida en el país gracias a Litto Nebbia que dice que: 

"La historia la escriben los que ganan, eso quiere decir que hay otra historia". Estas palabras que contienen un sentido contestatario a los relatos pretendidamente "oficiales" sobre los hechos del pasado, en el caso argentino se puede afirmar que ocurre todo lo contrario. Es un claro ejemplo el debate sobre los acontecimientos de la década de 1970, donde prevalece la simpatía por aquellos que llevaron la peor parte y la antipatía por quienes resultaron vencedores en los hechos.

La historiografía como ciencia social ha avanzado mucho en relación al respeto a las fuentes, los documentos y por encima de todo, a los hechos y su contextualización. 

Vale la frase, también utilizada en el ejercicio del periodismo, de que "los hechos son sagrados, y todos los hechos". A esto se suma la obligación de quienes ejercemos el oficio de historiador de evitar la tentación de imaginar que hubiera pasado si tal o cual evento no hubiera ocurrido, o lo contrario: la historia terminaría convertida en una ficción bien ambientada, pero perdería totalmente su rigor científico si se la convierte en contra - fáctica. Las invasiones británicas son aún un extraordinario campo de experimentación para los profesionales de la historia, ya que esperan su revisión y estudio muchos documentos en archivos de Gran Bretaña, España y Argentina, que podrían brindar nuevas miradas sobre los hechos. 

Y es importante decir que todas las potencias involucradas han escrito sus versiones sobre lo acontecido: los británicos analizan las derrotas que sufrieron en lo que llaman "las dos batallas de Buenos Aires" y sus consecuencias para los objetivos imperiales, y para los argentinos es un buen ejercicio ubicar en su justa medida la actuación de los invasores, conociendo su vida muchas veces reducida a la actuación en el río de la Plata. 

En la continuidad del relato de los grandes protagonistas de 1806 y 1807, abordaremos hoy la biografía de los dos jefes británicos, uno cuya vida siguió como si nada hubiera ocurrido y el otro que fue objeto de escarnio el resto de su existencia.

William Carr Beresford: el gobernador británico de Buenos Aires

Hijo natural del marqués de Whiteford es un irlandés nacido el 2 de octubre de 1768, que a los 17 años se alistó en el ejército inglés. Los acontecimientos de finales del siglo XVIII hicieron que Beresford estableciera relación con los españoles, ya que participó de la campaña de defensa de Tolón en 1793, en tiempos de la alianza anglo-hispana contra Francia para luego ser expedicionario a Egipto en 1801 y a la India en 1802 y 1803. Por estos años, durante una partida de caza perdió un ojo. Hablaba fluidamente varios idiomas, gran ayuda para su carrera militar y su ascenso social. Llegó a brigadier a los 35 años, luego de recorrer medio mundo.

En 1805, es el comandante de una brigada en la expedición al Cabo de Buena Esperanza, bajo el mando del general David Baird en la flota del almirante Home Riggs Popham, que expulsó a los neerlandeses del territorio sudafricano. Desde Ciudad del Cabo y a la cabeza de unos 2.000 hombres, Beresford llegó al río de la Plata en junio de 1806. Desembarcó el 25 en las costas de Quilmes e hizo rendir a Buenos Aires al día siguiente, luego del retiro del virrey Rafael de Sobremonte, rumbo a Córdoba, sin dejar órdenes de defensa.

Beresford asumió el mando civil como gobernador de Buenos Aires y sus primeras medidas intentaron captar la simpatía del pueblo de la capital virreinal. Lo hizo al respetar la propiedad privada, sin imponer trabas a la práctica de la religión católica, pero sobre todo al disponer el libre comercio absoluto. Siempre bajo la condición del juramento de fidelidad de los porteños al rey Jorge III de Gran Bretaña. Desde ese día y durante un mes y medio, flameó la "Unión Jack" (la bandera del Reino Unido) en la capital rioplatense. Uno de los pocos funcionarios reales que no aceptaron jurar fidelidad al monarca británico fue Manuel Belgrano, por entonces secretario perpetuo del Consulado, quien cruzó el río y se refugió en la banda oriental del río Uruguay.

Los invasores se hicieron de los fondos reales que fueron capturados en Luján a pesar del intento de Sobremonte de llevarlos a Córdoba. Inmediatamente fueron embarcados y transportados a las islas británicas, para terminar depositados en la Torre de Londres en medio de un gran desfile militar, donde aún hoy permanecen. La debilidad de la fuerza invasora era notoria. En las distintas acciones para expulsarlos se destacaron Santiago de Liniers, Martín de Álzaga y Juan Martín de Pueyrredón. Luego de ser intimado por Liniers el 10 de agosto, Beresford organizó su defensa dentro de la ciudad, pero dos días después no tuvo más remedio que rendirse. En dos gestos caballerescos que fueron motivo de agrias discusiones, Liniers no aceptó el sable del irlandés y por la noche lo agasajó con un banquete. En los días posteriores fue trasladado hasta Luján, y fue encarcelado en el Cabildo, previo juramento de no levantar nunca más las armas contra España, algo que cumplió.

Al conocer el ataque del general Samuel Auchmuty a Montevideo, Liniers envió a Beresford rumbo a Catamarca, pero Saturnino Rodríguez Peña, un doble agente, se hizo del prisionero. Aseguró portar una orden verbal del virrey y lo trasladó hasta Montevideo para luego liberarlo. Asesoró al general John Whitelocke sobre las condiciones de la ciudad porteña, aunque la posterior estrategia del nuevo jefe dejó dudas acerca de la honestidad intelectual de Beresford en sus diálogos con Whitelocke, ya que éste repitió el error de encerrarse en las estrechas calles porteñas y fue brutalmente derrotado. El destituido gobernador inglés de Buenos Aires partió hacia Europa y en el mar se cruzó con una escuadra británica que pasó a comandar con la orden de dirigirse a las islas portuguesas de Madeira, y las tomó el 27 de diciembre de 1807. En Gran Bretaña, presentó un informe sobre su accionar en el río de la Plata, que le permitió disipar los cargos en su contra por la responsabilidad en la derrota.

La relación establecida en la India con Arthur Wellesley, duque de Wellington y verdugo de Napoleón, es un pasaporte que le ayuda a Beresford para avanzar en su carrera militar. En 1808, es nombrado instructor del ejército portugués en Lisboa. Asciende a mariscal de campo y el 16 de mayo de 1811, en las afueras de Badajoz, es el comandante aliado en una de las batallas más sangrientas de las guerras napoleónicas: La Albuera, donde mueren más de 10.000 hombres. El dato curioso es que el irlandés tuvo entre sus oficiales subordinados al teniente coronel José de San Martín, quien al poco tiempo pediría su baja del ejército español y sería el Libertador de medio continente sudamericano. Hay que destacar que estos años entre 1805 y 1809 muestran la volatilidad de las alianzas políticas en Europa: los enemigos de hoy serían los aliados de mañana.

Terminadas las guerras napoleónicas, vuelve a Portugal, lo envían a Río de Janeiro y es testigo de la independencia del Brasil en 1821. Enseguida regresa a Londres y apoya a Wellington, quien se convierte en primer ministro en 1828 y lo nombra ministro de Ordenanza. En 1830 se retira del Parlamento y ya entonces lucía los títulos: británico de lord Beresford de la Albuera, portugués de conde de Trancora y español de marqués de Campomayor. Fue el último gobernador de Jersey hasta su muerte el 8 de enero de 1854, con la avanzada edad de 85 años y fue enterrado en la iglesia de Cristo en Kilndown, a quince leguas de Londres.

John Whitelocke: el hombre que pagó todo el precio de la derrota

El único oficial británico que sufrió el castigo por las derrotas en Buenos Aires nació en 1757 en Inglaterra. A sus 21 años, se incorporó al ejército y para 1793, ya era coronel. Fue el jefe de la campaña caribeña que culminó con la caída del bastión francés de Puerto Príncipe el 14 de junio de 1794. Es muy curioso, a la vez que muy interesante, que los mandos militares y la historiografía británicos lo hicieran responsable de todo lo acontecido en Buenos Aires en 1806 y 1807. Fue el chivo expiatorio posiblemente por no pertenecer a la nobleza.

Whitelocke tuvo los mismos destinos que su colega Beresford en Egipto, la India y África y por su experiencia fue elegido como el comandante de la expedición que tenía por objetivo fortalecer la cabecera de playa en que se había convertido Buenos Aires luego de la campaña de Beresford. Al llegar a Río de Janeiro, sede de la estación naval británica del Atlántico Sur, supo de la expulsión de sus colegas, a pesar de lo cual avanzó hasta llegar el 10 de mayo a Montevideo como teniente general. Allí reunió un enorme ejército para recuperar Buenos Aires. Deja 2.000 soldados en la orilla oriental, avanza con el ejército hacia Maldonado y reúne allí 9.000 efectivos, con los que desembarca en la ensenada de Barragán el 28 de junio. Llega a la estancia de Santa Coloma, aún subsistente en Bernal en el predio de la parroquia Nuestra Señora de la Paz, cerca de Quilmes, donde pernocta, y el 1° de julio, inicia el ataque a Buenos Aires.

El nuevo virrey Liniers apostó a sus tropas en las orillas del Riachuelo, pero no puede frenar el avance británico y, al replegarse, es derrotado al día siguiente en las cercanías del mercado de Miserere. Los británicos no previeron la reacción de los porteños, que levantaron barricadas, cavaron trincheras y se prepararon para defenderse a toda costa. El plan del invasor no tuvo en cuenta las enseñanzas del año anterior, donde los combates cuerpo a cuerpo en una ciudad de calles angostas fueron fatales para los invasores. No deja de ser anecdótico el recuerdo de los argentinos sobre las cacerolas de aceite hirviendo arrojado desde los techos de las casonas porteñas.

Whitelocke divide a su ejército en ocho columnas y ordena avanzar hacia la plaza mayor, llamada "de la Victoria" desde el año anterior, el 5 de julio a la madrugada. Dio a sus tropas una orden insólita: "no usar armas de fuego hasta llegar a la plaza". Queda para el debate las razones de la exagerada prudencia del comandante británico. A pesar de los triunfos parciales al tomar el cuartel del Retiro y el convento de Santo Domingo, donde se parapetaron los invasores, para el anochecer, la situación era desesperante para ellos. La noticia del degüello de varios frailes dominicos hizo estallar la furia de los pobladores, que se convirtieron en feroces combatientes, a pesar de su bisoña formación militar.

El recuento de muertos, heridos y prisioneros hizo que Whitelocke aceptara el 7 de julio capitular según el ofrecimiento de Liniers. Abandonó Buenos Aires en dos días y Montevideo en dos meses. El fracaso fue completo y al regreso del inglés a Londres se le inició un consejo de guerra que se sustanció rápidamente en enero de 1808 en Chelsea. Allí quedó claro que lo iban a convertir en el responsable solitario de la derrota. Declararon sus colegas jefes de la expedición y el gran argumento fue que Whitelocke no contaba con el respeto de su tropa. Fue acusado de cuatro delitos militares y fue declarado culpable de haber exasperado el ánimo de los pobladores, haber capitulado por encima de su derrota al entregar Montevideo y haber abandonado a sus tropas atrapadas en de Buenos Aires. Fue dado de baja del ejército, por ser "inepto e indigno de servir a Su Majestad Británica en ninguna clase militar". Aplicada su degradación, se retiró definitivamente de la vida pública hasta su muerte en Buckinghamshire el 23 de octubre de 1833.

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