CIEN DÍAS CON UN PRONÓSTICO RESERVADO
Por Enrique Zuleta Puceiro.
Cien días de gestión no basta para establecer un balance definitivo de un proceso de transición presidencial como el actual: la experiencia de Javier Milei desafía cualquier intento de comparación con cualquier otro proceso de cambio de gobierno dentro del accidentado ciclo democrático abierto en 1983. En realidad, más que de un cambio de gobierno, la sociedad argentina enfrenta hoy un verdadero cambio de época, signado por una conmoción de expectativas y valores, con conflictos y tensiones de los que la mayoría de los argentinos no guardamos memoria.
A la hora de un balance tentativo, debemos precavernos, ante todo de las tentaciones del excepcionalismo argentino. Nada de lo que vivimos es, en el fondo y en las formas, muy diferente de lo que ocurre en la mayoría de las democracias actuales. La desorientación de un argentino medio no es muy diferente de la de un norteamericano que asiste hoy, entre estupefacto e indefenso, a la restauración esperpéntica de Donald Trump. O la de los italianos que viven el retorno hasta hace poco inimaginable del fascismo al gobierno. Sensaciones contradictorias, no menos conmocionantes que las que suscitan en España los pactos espurios con el separatismo catalán, que le ha permitido retener el gobierno a pesar de su clara derrota electoral.
El mundo entero vive la experiencia traumática de un retorno electoral de nuevos liderazgos de centro derecha, bajo condiciones críticas no muy diferentes, según los países de las que vive hoy Argentina. Imaginemos, como otro testimonio elocuente, la situación del electorado alemán que, más allá del éxito previsible de la extremista AfD en las elecciones europeas del próximo mes de junio, ve casi asegurada las victorias ultras en Sajonia y Turingia del 1 de septiembre o las elecciones de Brandeburgo del 22 de septiembre, preámbulos todas de las próximas elecciones federales del año próximo.
Toda Europa y gran parte de las democracias se prepara para asistir a una explosión de retro cambio electoral, vivificada por líderes de nuevo cuño, imprevisibles, mesiánicos, extravagantes, de perfiles no muy diferentes a los de América Latina.
El "momento Milei" no es muy diferente de los momentos casi idénticos vividos en los últimos años por Chile con Boric, Perú con Castillo y Boluarte, Ecuador con Lasso y Noboa, México con López Obrador, Brasil con Jair Messias Bolsonaro, El Salvador con Bukele o México con López Obrador. Los sistemas políticos democráticos se conmueven ante el embate de enemigos internos y externos que, al tiempo que desafían las categorías tradicionales de la política y abren serios interrogantes acerca del futuro de aspectos centrales de la experiencia democrática en materia de representación, participación o movilización política.
Una de las claves explicativas es sin duda la erosión de los factores tradicionales de cohesión social, el incremento de las desigualdades y la explosión de demandas sociales insatisfechas ante la falta de respuestas de los mecanismos institucionales disponibles. Crujen las estructuras de los presidencialismos, estallan las costuras de los sistemas electorales, se descomponen los partidos tradicionales y, sobre todo, se empastan los engranajes internos de la "sala de máquinas" de las viejas instituciones republicanas. En este sentido, a la experiencia argentina adquiere dimensiones paradigmáticas.
Al igual que el modelo básico de la Constitución estadounidense de 1787, la Constitución histórica argentina de 1853-1860 pertenecen, como la mayoría de las cartas presidencialistas de mediados del siglo XIX, a un ciclo de constituciones republicanas predemocráticas. Es decir, pensadas desde la perspectiva de elites que aspiraban a civilizar el desierto, unificar sociedades divididas por guerras civiles y abrir procesos civilizatorios basadas en la inmigración, la educación pública y el respeto a las leyes.
Constituciones ambas previas al advenimiento de las democracias de masas, al voto universal, a la existencia de las grandes ideologías y, por supuesto, al nacimiento de los grandes partidos. Constituciones orientadas a la construcción de la ciudadanía política, que jamás hubieran imaginado las exigencias y demandas de la ciudadanía social o las tensiones y conflictos de democracias de alta movilización.
Las reformas de los años 90 buscaron colmar los vacíos de aquel modelo originario. Atenuar el riesgo de nuevos líderes a través de pactos orientados a reforzar las herramientas contra mayoritarias. De allí, instituciones como la prohibición de las delegaciones legislativas, el control de la legislación delegada o, en el plano electoral, la adopción de sistemas doble vuelta electoral.
Visto en la perspectiva de la experiencia institucional de los últimos treinta años, el fracaso de aquellas innovaciones no puede ser mayor. La doble vuelta en la elección presidencial aspiro a defender al Presidente de los poderes establecidos, del riesgo de la fragmentación política y, sobre todo, de la posible ingobernabilidad sistémica. El resultado final ha sido, sin embargo, exactamente el inverso: presidentes sin más apoyo que la ficción electoral de la mayoría de la segunda vuelta. Socialmente aislados y colgados de la dudosa legitimidad de las redes sociales, sin congreso propio, pendiendo de la eventual protección de una justicia siempre extorsiva, sin equipos propios y casi sin contacto con la sociedad real.
Lo peor es sin duda que el resultado práctico de esta debilidad congénita, es el de una auténtica tiranía de las minorías. Tanto en los modelos como Estados Unidos o Inglaterra como en los regímenes más diversos, presidencialistas y parlamentarios, el asalto al poder de partidos unipersonales, con líderes imbuidos de una misión salvífica y apenas rodeados por un grupo mínimo de incondicionales, aceden al poder. Básicamente, aprovechan los resquicios institucionales del sistema institucional y las posibilidades que abren las divisiones en las grandes mayorías y las complicidades ocultas de quienes apuntan a desestabilizar el sistema.
El sesgo antipolítico es una consecuencia natural de su extremada indigencia política. Tienen un mundo que ganar y nada que perder. Su mejor defensa es un ataque sistémico sin pausa, imbuido de una fiera voluntad de cambio, sin tregua ni condiciones.
A cien días de gestión, afronta los riesgos de este tipo de política. Pugna sin embargo por romper un cerco de este tipo. El país que lo recibe está muy lejos del apocalipsis. Impone condiciones. El balance es todavía ambiguo. Entre sus fortalezas, destacan la fiera adhesión a la receta económica monetarista. Su objetivo central es derrotar la inflación operando sobre la causa que entiende única: el control de la emisión. Sobre esta base despliega una agresiva estrategia de confrontación contra todos los sectores políticos y sociales. Su mejor defensa es un ataque sostenido y permanente en todos los terrenos. Lo sostiene también el hecho de que sus propuestas no son muy diferentes de las del resto de los candidatos que compitieron en las últimas presidenciales, incluido el propio candidato oficialista. No hay grietas ni diferencias insalvables.
En el caso de la confrontación con las provincias, la resistencia es mayor. Los gobernadores ostentan una legitimidad propia, derivada de una inteligente estrategia de anticipación de sus elecciones para evitar la contaminación de la política nacional. Gobiernas provincias ordenadas, con superávit fiscal desde hace ya más de tres años. Sus gobiernos son austeros y contenidos. Salvo excepciones vienen haciendo severos ajustes de sus economías, han reducido los aparatos estatales y transitan con comodidad la agenda de las reformas estructurales. Están en condiciones de oponer resistencias y lo hacen hasta ahora con éxito.
Las debilidades del nuevo gobierno son importantes, pero todas ellas superables con un mínimo esfuerzo de diálogo y adaptación a la realidad. La principal, es sin duda la inexperiencia e improvisación de sus equipos y, sobre todo, la insistencia pertinaz en un mecanismo casi refrendario de construcción de poder sobre la base de amplias delegaciones delegativas que ningún sector parece dispuesto a entregar sin condiciones.
A cien días, parece claro que tanto el Congreso como las instituciones intermedias están más que dispuestas a acompañar una estrategia de largo plazo de desregulación de la economía y de transformaciones estructurales capaces de romper el ciclo de la decadencia del país. Si bien las disidencias parecerían ser muchas, sorprende el éxito alcanzado con reuniones mínimas entre los protagonistas. Las provincias ambicionan cambios, más avanzados incluso que los del Presidente, en campos tan decisivos como el sistema tributario, la coparticipación federal de impuestos, la reforma laboral y previsional y la gestión de la seguridad ciudadana. Su fuerza es la fuerza de la moderación.
Lo que ocurre es que el país está empatado. Diría que muy saludablemente empatado y en casi todas las dimensiones de su vida política y social. Nadie puede sacarle ventajas a nadie. El ciclo de las hegemonías ha terminado. El nuevo empate es el propio de una sociedad plural que busca expresarse a través de instituciones también plurales, que difícilmente aceptaran el papel subalterno a que busca reducirlas la vulgata monetarista. Al contrario, Las instituciones exigen ser respetadas como instancias ineludibles para cualquier intento de anclar y fortalecer los nuevos equilibrios, a través de reformas estructurales, permanentes y sostenibles.