Opinión

Es hora de pensar en el gobierno que viene

Por Enrique Zuleta Puceiro, politólogo. ESPECIAL

La campaña electoral ha terminado. De allí la escalada de incertidumbre que azota a los mercados, como consecuencia casi lógica de un gobierno nacional decidido desde hace meses a no gobernar, frente a una oposición fragmentada e igualmente decidida a no dejar gobernar. Nada que no se haya visto o que no se haya previsto a largo de los más de dos años de campaña electoral, que ha llevado al borde del colapso el sistema de representación política en nuestro país. 

El resultado final de las elecciones es una cuestión abierta. Si bien en el plano de las provincias y las ciudades argentinas el futuro se encamina en un rumbo de continuidad y de gobiernos previsibles hacia el futuro, la política nacional es hoy, más que nunca, un verdadero tembladeral, en el que nada puede darse por cierto y previsible. Todo está y seguirá estando por mucho tiempo bajo el escrutinio severo de una sociedad indignada e impaciente con su dirigencia, dispuesta a afrontar, al costo que sea, cambios inmediatos y profundos. 

Nada nuevo, tampoco en este punto, para una sociedad, más allá de haber afianzado el funcionamiento regular de su sistema político, a cuarenta años de transición democrática sigue sin resolver cuestiones básicas que hacen al empleo, el funcionamiento regular de la economía, el desarrollo con inclusión social y, en especial, la calidad de la institucionalidad democrática. 

Las tendencias electorales resultantes de las elecciones Paso del mes de agosto se mantuvieron en general estables. Las variaciones fueron mínimas y casi imperceptibles. 

Sin embargo, es obvio que, más allá y por debajo de la aparente inalterabilidad de los porcentajes electorales, todo fluye con rapidez vertiginosa y se reacomoda de modo constante, en función del impacto de los episodios propios de una competencia electoral sin reglas ni arbitrajes. 

De aquí que, muy probablemente, triunfe quien en definitiva haya cometido menos errores. Y esta es una cuestión que solo podrá evaluarse con el diario del lunes. Todo indica que el clima de incertidumbre será cada vez mayor, hasta el momento mismo de apertura de las urnas. Una quinta parte al menos de la población nacional decidirá su voto al momento de votar. 

De allí la necesidad de elevar cuanto antes la mira del ciudadano común. Esta ha sido una campaña con efectos que habremos de lamentar durante mucho tiempo. Una campaña que ha vaciado a la política de contenidos y propuestas, que ha terminado por entronizar candidatos débiles, sin partidos propios, sin territorio y, precisamente por ello, sin una visión estratégica compartida por sus electorados. Es la primera vez en la historia en la que todos, sin excepción, tienen rechazos mucho mayores que sus adhesiones y en la que todos dudan de las reales intenciones de cada uno de los ?postulantes. 

Es la política de la desconfianza. En muchos sentidos similares a la que se instaló en América Latina a comienzos de los años 90, hacia finales de la década llevo al colapso de las democracias de partidos y abrió el ciclo de autoritarismos competitivos, con hegemonías efímeras que hoy colapsan, uno a uno, en casi todos los países. 

El saldo actual es una crisis profunda de representación, que alcanza a la dirigencia de todas las organizaciones sociales y políticas. Una herencia negativa que, a no dudar, llevara años superar. Nada, justo es decirlo, que no padezcan absolutamente todas las democracias en la actualidad. 

Bajo estas condiciones resulta natural que la ansiedad por los resultados se vea ya desplazada por preocupaciones incluso más profundas, referidas a la gobernabilidad final del sistema. La fragmentación de las fuerzas políticas augura conflictos difíciles de arbitrar en un contexto institucional cada vez más debilitados. 

Los resultados de la todavía inexplicable pugna interna entre sectores de la oposición demuestran que, en la Argentina, la competencia interna no solo debilita y desestructura a las fuerzas políticas. Por, sobre todo, pone límites infranqueables a toda posibilidad de estrategias futuras de cooperación. 

Como en casi todos los órdenes de la vida social, los argentinos no están habituados a competir. Mas bien, al contrario, prefieren cooperar en lo que habría que competir y competir en lo que deberían cooperar. Regla típica de las sociedades mafiosas nacidas en el Mediterráneo. De allí el culto a la oferta, el recurso astuto al sopeso, el abuso de las posiciones dominantes y el rechazo abierto de todo aquello que implique algún riesgo de genuina competencia democrática. 

Nada asegura que las próximas elecciones vayan a contribuir en algo al fortalecimiento del funcionamiento del sistema político. Mas, bien al contrario, de confirmarse las tendencias actuales, más bien profundizarán el empate social que hoy paraliza a las instituciones y a las fuerzas políticas en competencia. 

La emergencia de una tercera fuerza electoral con posibilidades cada vez más ciertas de triunfo en las elecciones el próximo 22 de octubre ha conmovido al país oficial. Basta ver el nivel de agresividad con que combate a los nuevos referentes de la alternativa libertaria.

Los resultados ya avanzados por las PASO del mes de agosto sugieren riesgos no menores. La idea tradicional de que después de la eliminación del Colegio Electoral en la Constitución del 94 al Presidente lo elegiría el 40% del electorado residente en el MBA, parecería haber sido superada por la realidad. La nueva fuerza nacional que se apresta a ganar las elecciones no viene del núcleo poblacional que teóricamente impondría a su candidatos -fuera porteño o provinciano- . Su fuerza viene de la periferia y se expresa de modo inorgánico, sin conducción alguna y como un fruto casi espontáneo de la Argentina profunda. Su agenda poco o nada tiene que ver con la de los electorados del populismo tradicional. 

Parecería más bien una emergencia del "polo oculto" hasta ahora activo de la política argentina, que busca gravitar y expresar nuevas legitimidades y demandas insatisfechas, largamente sojuzgadas por la política de la crispación. 

Como bien indica el politólogo Martín Szulman en un ensayo reciente acerca de la nueva geografía electoral emergente, Javier Milei fue el candidato más votado en seis de las doce ciudades con más de 500 mil habitantes. Por otra parte, en las ciudades de entre 300 mil y 499 mil habitantes, que son 20, Milei se impuso en 11, es decir en más de la mitad. Y mientras más nos alejamos de los grandes centros urbanos, mejora su rendimiento: entre las urbes de entre 100 mil y 299 mil habitantes, que son 60, el candidato de ultraderecha fue el más votado en 50 de ellas.

El voto libertario expresa así una fuerza transversal, que actualiza, cuarenta años después, la gran promesa inicial de la transversalidad. Una asignatura pendiente de la democracia, que estuvo en el voto y en las primeras propuestas tanto de Raúl Alfonsín o de Néstor Kirchner, aunque ninguno de ambos supiera, pudieran o tal quisiera asumir los riesgos de su implementación. 

En un escenario de pluralismo creciente, es posible que Milei vuelva a imponerse -de modo aún más contundente, sin partido, sin territorio y casi sin representantes local es tanto en las provincias ricas de la zona núcleo de la Pampa Húmeda, como Córdoba, La Pampa y Santa Fe, como en el bien en provincias pobres del norte argentino: Salta, Jujuy, Tucumán, Misiones, La Rioja. De hecho, como bien subraya Szulman ya se ha impuesto antes en el 73% de los municipios con mayores promedios salariales y en el 83% de los que ostentan salarios medios. Fue también votado en 8 de las 10 ciudades más ricas y en 6 de las 10 ciudades más pobres del país. 

La nueva fuerza proviene sobre todo del interior y accede al poder casi sin compromisos con el orden establecido. Seguramente, enfrentara una costra resistente, endurecida al largo de veinte años de hegemonía compartida entre el peronismo del Conurbano y el arco variopinto de peronismos provinciales. La lógica de los tres tercios tiende a esfumarse bajo el impulso de una nueva polarización. 

Los datos disponibles excluyen al menos por el momento una victoria en primera vuelta, lo cual implica una casi segura alternativa de segunda vuelta, con pronóstico todavía reservado. Cabe entonces augurar una distribución abierta del poder parlamentario, seguramente centrifugado por la crisis interna de las coaliciones. 

Con poco más de 40 diputados nacionales y una mínima representación en el Senado, el nuevo presidente deberá desarrollar una estrategia de reconstrucción del Ejecutivo del tipo de la que desarrollaron en su tiempo otros presidentes sin partido ni territorio como fueron Carlos Menem o Nestor Kirchner. Un escenario complejo e inquietante, aunque ciertamente no ajeno a la experiencia de otros procesos de transición presidencial. 

Desde esta perspectiva, que es la del día después, es importante tener en cuenta que el próximo Presidente será una figura mucho menos relevante de lo que se supone. Así ocurre en todas las democracias del mundo sin excepción. Las que funcionan, avanzan porque tienen componentes flexibles, de naturaleza parlamentaria, que permite contal con un mecanismo de adaptación dócil de la política a las necesidades de la sociedad. 

Los sistemas políticos que no cuentan con ese tipo de institucionalidad - es decir los que no cuenten con primeros ministros asistidos por votos de investidura con confianza o desconfianza por parte de parlamentos, plurales, dinámicos y, sobre todo, sin mayorías absolutas- están condenados a crisis permanentes, sin alternativas de superación. El caso actual de Estados Unidos, que solo parece reaccionar bajo el impulso extraordinario de sus guerras exteriores en el resto del mundo- exime de mayores demostraciones. 

El día después, en la Argentina que viene y que en muchos sentidos ya ha llegado, el Presidente solo puede aspirar a ser una figura con fuerte ejemplaridad política y moral. Su poder dependerá de su autoridad moral. Jamás a la inversa. El destino trágico de casi todos los presidentes, desde hace varios periodos así lo demuestra. 

Lo importante es que el sistema funcione. Más allá de las figuras excepcionales que puedan conducirlo, bien o mal. Lo importante es un voto ciudadano comprometido no con una campaña sino con la perspectiva de largo plazo. Implica combinar preferencias, valores, experiencias y vocación de contribuir a mejorar la política y a hacerla un instrumento de progreso e interés general.

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