Jesús, el cordero de Dios

Juan, "un hombre enviado por Dios", pronuncia claramente su testimonio a favor de Jesús. En su persona se condensa la espera de Israel del cumplimiento de la promesa que Dios había hecho en varias oportunidades por los profetas y a la vez expresa el sí de Israel, es decir, la disponibilidad a aceptar la salvación traída por el Mesías.

 

Juan, al ver venir a Jesús hacia él, investido ya por el Espíritu Santo, lo identifica y presenta como el cordero de Dios que quita el pecado del mundo. Jesús viene de parte de Dios a cumplir la promesa a Israel: viene a salvar al pueblo, a liberarlo de las ataduras del pecado. La función de Cristo es poner fin al dominio del pecado. Dios, a través de Jesús, otorga el perdón al mundo. Por eso, el Bautista lo llama "cordero de Dios", en un sentido mesiánico; Jesús es el cordero pascual, todavía no revelado en el misterio de la Cruz, sino el cordero pascual que libera de toda esclavitud, actual y escatológica. Con Jesús, Dios concede la plenitud del perdón a Israel y al mundo, los reconcilia consigo. Con el Mesías llega a su fin la espera de Israel, el pueblo elegido se encuentra finalmente con el Dios salvador.

 

Juan se presenta como un testigo ocular: "he visto". Esto evoca el episodio del bautismo, cuyo centro es la bajada del Espíritu sobre Jesús. De esta manera, Juan atestigua que en Jesús se cumplió el enuncio de Isaías: "sobre él reposará el Espíritu del Señor". Jesús es el Mesías prometido que comunicará el Espíritu al pueblo.

 

Instruido por Dios de que Jesús bautiza en el Espíritu y testigo ocular de la morada del Espíritu santo en Jesús, Juan culmina su testimonio diciendo: "y yo he visto y atestiguo que él es el Hijo de Dios". A los ojos de Juan, Jesús es investido del Espíritu, por tanto, es él quién bautiza en el Espíritu (lo comunica) y por eso concluye diciendo que es el Hijo de Dios.


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