ESPECIAL PARA EL LIBERAL

La Feria del Libro, entre el ancla del pasado y la ilusión del futuro

Por Luciano Román - analista político.

Si se observa a la Feria del Libro como fenómeno social, político y cultural, se encontrarán buenas razones para preguntarnos ¿cómo es que a la Argentina le va tan mal con semejante capital?

La inmensa cantidad de jóvenes que han visitado la Feria en estos primeros días representan un dato más que esperanzador; el protagonismo de nuevas generaciones de escritores confirma que el país, contra todas las adversidades, sigue produciendo talento. Y la vitalidad de la industria editorial nos dice que, a pesar de muchas y notorias dificultades, hay actividades que logran sobrevivir a las crisis sucesivas.

La llegada de escritores de enorme prestigio internacional –como Mario Vargas Llosa o Javier Cercas, por citar algunos– muestra que Buenos Aires todavía es una plaza atractiva y que, a pesar de un clima político desalentador y por momentos asfixiante, hay algo de la idiosincrasia y el espíritu argentinos que no ha sido doblegado. La pregunta, entonces, vuelve a imponerse por su propio peso: ¿y entonces por qué nos va como nos va? Al menos una respuesta la encontramos en la misma Feria. El discurso de apertura, a cargo del escritor Guillermo Saccomanno, ha expresado un ideologismo simplón, anacrónico y demagógico que, inevitablemente, explica buena parte del fracaso argentino.

No es casual que Saccomanno haya hablado en la Feria en contra de la propia Feria: todo ese capital que vibra en estos días en la Rural es, paradójicamente, boicoteado por una especie de soberbia panfletaria que ha colonizado, en la Argentina, los resortes del poder. Saccomanno sería intrascendente (más allá de los méritos que pueda tener su obra) si no representara, en realidad, a una corriente de ideas anticuadas que combate la iniciativa privada, asocia calidad con elitismo y confunde desarrollo con explotación.

Es exponente de un pseudoprogresismo que posa de bohemio y cuestiona el comercio, pero a la vez se jacta de una jugosa transacción comercial a la hora de tasar su discurso inaugural. Representa también ese dogmatismo sectario que cree que el que no piensa como él “es fascista” (así calificó Saccomanno en su discurso a la ministra de Educación porteña) y confunde sus opiniones con “la verdad”. Expresa, a la vez, esa condescendencia con el poder que caracteriza a muchos artistas e intelectuales argentinos. Lejos de haber sido un acto de valentía, el de Saccomanno fue un discurso complaciente con el poder. Lejos de ser transgresor, fue profundamente conservador. Tuvo una fina sintonía con la lógica, la pose y la hipocresía del kirchnerismo, que lo ha festejado y aplaudido en las redes sociales. Fue un acto de genuflexión disfrazado de rebeldía. Su dialéctica trasciende al propio Saccomanno: representa a una buena porción de la intelectualidad que ha acompañado con complicidad o indiferencia el deterioro de la Argentina. La militancia oficialista ha sido un negocio rentable para muchos artistas y escritores. También para el establishment universitario, científico y educativo. A cambio, han mirado con indolencia el fenómeno de la corrupción y han acompañado con entusiasmo la retórica del poder. Así deben entenderse la alusión de Saccomanno al “asesinato de Maldonado”, su reivindicación del intento de expropiación de Vicentin, su propuesta de “una papelera estatal que nuclee a cartoneros y cooperativas” y su tácito respaldo al sindicalismo de Baradel. Cuando se escucha el discurso, es inevitable la asociación con Carta Abierta y con una foto reciente en la que músicos y actores posaban embobados alrededor de Cristina Kirchner. En contraste con ese adormecido espíritu crítico, la Feria muestra que todavía hay una Argentina que lee, cultiva su propia curiosidad y practica el pluralismo. Uno de los invitados estelares será Mario Vargas Llosa (quien será presentado el 8 de mayo por un gran pensador y escritor argentino como Jorge Fernández Díaz).

Su sola presencia garantiza diversidad y amplitud, en un ámbito donde se respiran novedad e innovación. Es cierto que todos estos valores también han sufrido los embates de la crisis y el achicamiento argentino. Es cierto, también, que esa amplitud se ve por momentos amenazada por una intransigencia enquistada en el poder y desplegada con fanatismo en las redes sociales. Pero tal vez lo que debamos preguntarnos es cómo estimular esas reservas de talento, de creatividad y de innovación que sobreviven en el espíritu de la clase media. ¿Es con el discurso de Saccomanno? ¿O es con una apuesta a la educación de calidad, a la tolerancia, a la sana competencia, al mérito y al esfuerzo?

Desde arriba del escenario, baja un mensaje contrario a aquello que se vive –sin tanta declamación– al ras del suelo de la Feria: el discurso del “escritor iluminado” es contrario a la compraventa de libros y contrario al “sistema” en el que se produce ese encuentro entre escritores y lectores, y en el que se estimula la producción literaria. Lo que hemos visto, en definitiva, es una metáfora de la Argentina: el discurso del poder se opone a la vitalidad ciudadana, a la iniciativa privada, a la libre competencia. Mientras sean palabras e ideas deshilvanadas expresadas por un escritor, apenas pueden provocarnos decepción; acaso alguna tristeza.

Pero cuando ese ideologismo mueve las palancas del Gobierno, se produce el daño que ha sufrido (y sufre) la Argentina. Es una concepción reñida con la globalización y la apertura al mundo, que combate al que produce e intenta progresar; está anclada en una visión anacrónica de la economía y el Estado, y se envuelve en una retórica dogmática que, a la hora de los hechos, solo produce desigualdad y pobreza. La Feria no es un fenómeno aislado. Al lado del predio en el que se desarrolla hay una exposición de Van Gogh que se convirtió en otro enorme suceso por la cantidad de público que atrajo. Son cosas que ocurren en Buenos Aires, una ciudad que, por su producción teatral y su cantidad de salas, compite de igual a igual con las grandes capitales culturales del mundo, como Londres, París o Nueva York. Pero también hay síntomas de vitalidad cultural en ciudades y pueblos del interior.

Pueden parecer datos inconexos, pero muestran a una Argentina que resiste a pesar de ideologías precarias y vetustas que han carcomido los cimientos de la economía y han obstaculizado el desarrollo. Detrás de esa efervescencia cultural hay empresas que arriesgan y apuestan; hay una industria que se las ingenia para sobrevivir, y una rueda comercial y productiva que sigue girando. Hay editoriales grandes, pero también muchas pequeñas y medianas. ¿Defendemos y apuntalamos ese sistema de libertad y de trabajo, o lo combatimos y lo ahogamos hasta doblegarlo?

Esa es, en definitiva, la pregunta sobre el futuro. Lejos de lamentar (como hizo Saccomanno) que la Feria del Libro se realice en la Rural, esa asociación debería celebrarse como una metáfora del potencial argentino.

El campo y la cultura son partes inescindibles de nuestra identidad, además de ser engranajes fundamentales del motor de la Argentina. Cultivar las antinomias (como hizo el “escritor iluminado”) es parte del fracaso argentino, y no construye ninguna posibilidad de futuro. Los reflectores han apuntado al escenario de la Feria, donde todavía retumba el discurso altisonante y obediente con el poder de turno. Si esos mismos reflectores se giraran para iluminar los pasillos, los stands de las grandes y las pequeñas editoriales, las salas de debate y los encuentros espontáneos entre lectores y escritores, nos encontraríamos con una Argentina más diversa, menos anclada en los prejuicios y el pasado, más dispuesta a la aventura de la libertad y del futuro. ¿Tendrá la política la sensibilidad de leer ese mensaje?

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