ESPECIAL PARA EL LIBERAL

De Saigón a Kabul

La situación en Afganistán reitera lo sucedido en el pasado: el fracaso de construir un Estado moderno, tanto por faltas y errores de los propios afganos como de las fuerzas extranjeras

Mariano A. Caucino es especialista en relaciones internacionales. Sirvió como embajador en Israel y Costa Rica.

En un escena que inevitablemente rememoró el drama de la caída de Saigón en 1975, el colapso del gobierno de Afganistán a manos de la ofensiva del Talibán tuvo lugar en momentos en que se cumplen dos décadas desde la invasión de la OTAN liderada por los Estados Unidos que siguió a los atentados del 11 de septiembre de 2001.

En un avance que prácticamente no encontró resistencia en los territorios que fueron cayendo bajo su ocupación, el grupo islamista logró tomar el control de Kabul, el domingo 15. La entrada en la capital coronó una ofensiva espectacular en la que los talibanes lograron imponerse en buena parte del país con una velocidad asombrosa ante la rendición casi sin combate de las desmoralizadas tropas que respondían a la deteriorada autoridad central.

En opinión de calificados observadores, la situación en Afganistán no es más que una reiteración de lo sucedido en el pasado. Es decir, el resultado del fracaso de construir un Estado moderno, tanto por faltas y errores de los propios afganos como de las fuerzas extranjeras. Una realidad que condujo a que el gobierno del Presidente Ashraf Ghani estuviera virtualmente terminado ya desde hacía algunas semanas.

La caída de Kabul perfeccionó tal extremo, con un dramatismo que pudo verificarse a través de videos y filmaciones que dieron la vuelta al mundo. El mismo día 15, buscando transmitir tranquilidad, uno de los jerarcas del Talibán declaró que la milicia procuraba una transición de poder “pacífica” y garantizó que amnistiarían a aquellos que sirvieron durante el gobierno depuesto.

No obstante, el pánico se apoderó de la capital. En medio del caos, el Presidente Ghani abandonó el país con rumbo a Tajikistan. En un comunicado, indicó que había partido “para evitar un baño de sangre”. En tanto, el embajador norteamericano fue evacuado al aeropuerto. Un corresponsal relató que el dramatismo de la situación parecía tener características cinematográficas. Replicando los sucesos de la toma de la Embajada norteamericana en Teherán en 1979, los funcionarios destruyeron frenéticamente documentos comprometedores, mientras la población buscó eliminar todo signo occidental. Carteles con imágenes inconvenientes fueron borrados y muchas mujeres corrieron a adquirir burkas, aterrorizadas por la llegada de los talibanes.

Pero para comprender estos acontecimientos es necesario recordar que en abril de este año, el Presidente Joe Biden anunció el retiro norteamericano de Afganistán como forma de poner fin a una “guerra interminable”. Acaso había adquirido actualidad, una vez más, aquella máxima que prescribe que a menudo los gobernantes deben elegir entre lo malo y lo peor. Buscando clausurar una “guerra interminable”, Biden recordó que las últimas cuatro administraciones habían tenido que lidiar con las consecuencias de la invasión a Afganistán. El anuncio de Biden fue seguido por una la declaración de los talibanes de desplegar una ofensiva con el fin de controlar el país en la simbólica fecha del 11 de septiembre.

A la vez, los hechos confirmaron una antigua regla. Aquella que prescribe la dificultad -o imposibilidad virtual- de imponer por la fuerza un modelo de gobierno a medida en determinadas geografías. El experto en asuntos de Medio Oriente Paulo Botta explicó que “una vez más no se pudieron conseguir los objetivos políticos de constituir un gobierno estable y acorde con las expectativas de los EEUU y las potencias occidentales”.

Los hechos de las últimas horas adquirieron el carácter de lo catastrófico. Al tiempo que presentaron un desafío para la Administración Biden, a tan sólo ocho meses de haber asumido el poder y un trago amargo para el orgullo norteamericano a escasas semanas del vigésimo aniversario del inicio de la operación.

Un observador recordó que tan sólo cinco semanas antes, el Presidente Joe Biden había asegurado que no existían posibilidades de que se replicara un escenario similar al de la humillante evacuación de la embajada norteamericana en Saigón en abril de 1975. En efecto, durante una conferencia de prensa el 8 de julio, el jefe de la Casa Blanca había insistido en que la toma del poder por parte de los talibanes “no era inevitable” dado que las tropas regulares del gobierno afgano ascendían a trescientos mil hombres bien equipados frente a setenta y cinco mil de los islamistas. En un tono autosuficiente, Biden se había mostrado confiado en la posibilidad de que el gobierno de Ghani pudiera sobrevivir y dijo que la situación no era “ni remotamente comparable” con Vietnam.

Un memorioso evocó las palabras de Jimmy Carter en Teherán, en la última noche de 1977, cuando afirmó ante el Shah que Irán era “una isla de estabilidad” en medio de una de las regiones más convulsionadas del mundo. Tan sólo un año más tarde, la Revolución del Ayatola Khomeini había reducido la frase del Presidente norteamericano a una pieza de museo.

Lejos de una autocrítica, Biden insistió en su política. En la segunda semana de agosto, el jefe de la Casa Blanca dijo no estar “arrepentido” del retiro de las tropas y declaró que había autorizado que unos cinco mil militares organizaran la salida “ordenada y segura” del personal estadounidense y otros aliados, así como de los afganos que habían ayudado durante la misión. Biden aseguró que los Estados Unidos se mantendrán alertas ante “futuras amenazas terroristas” procedentes de Afganistán y recordó que: “Cualquier acción por su parte (...) que ponga en riesgo a nuestro personal o nuestra misión recibirá una respuesta militar rápida y contundente”.

Hal Brands advirtió en Bloomberg el día 13 que el retiro de Afganistán decretado por Biden “sólo ha conseguido un desastre”. Recordó que la presencia norteamericana en el país implicaba “la diferencia entre una parálisis desagradable pero aceptable y el colapso del gobierno afgano, con el trauma humanitario y estratégico que le seguirá”. Invocó que en la víspera del 20 aniversario del 11 de septiembre, el Talibán estaba a punto de alcanzar su meta estratégica de propinar una derrota a una superpotencia. Al tiempo que anticipó nuevas olas de refugiados se dirigirán hacia Europa, matanzas en venganza, esclavización sexual de las mujeres, otras violaciones masivas de derechos humanos y la inquietante perspectiva de volver a convertirse en un santuario para el terrorismo internacional.

El jueves 12, un editorial en el Wall Street Journal afirmó que tanto Biden como su antecesor Donald Trump compartían responsabilidades en la “debacle” en Afganistán dado que el magnate había dado su beneplácito al retiro anunciado por Biden. Y sostuvo que al igual que en Vietnam, “el abandono de nuestro aliados tendrá costos significativos”. El Journal advirtió que cuando los “canallas de este mundo sospechen que una superpotencia carece de la voluntad para sostener a sus amigos, pronto buscarán otras formas para sacar ventajas”.

Una antigua sentencia indica que a lo largo de la historia, Afganistán se ha convertido en una suerte de cementerio de imperios. Como en una repetición circular, ese destino al que no pudieron escapar ni los británicos en el siglo XIX, ni los soviéticos entre 1979 y 1989 ahora parece reservado para sus sucesores norteamericanos.

Después de dos décadas y a pesar de haber gastado trillones de dólares de los taxpayers norteamericanos, el país más poderoso del mundo no logró controlar el persistente drama afgano ni instalar un gobierno funcional que pudiera sobrevivir sin su asistencia permanente. Una realidad como tal, naturalmente, implica un desafío que sólo puede ofrecer tribulaciones angustiantes para cualquier liderazgo.

Enfrentada a esas vicisitudes, para algunos la administración pudo retrasar el retiro procurando sostener al ejército regular afgano frente al avance talibán en lugar de abandonar el país desoyendo las advertencias de los servicios de inteligencia. Para otros, en cambio, una política de esas características sólo podía extender interminablemente la presencia en el país, en el marco del hartazgo del pueblo norteamericano con las guerras en Medio Oriente. La tragedia de Afganistán mostró una vez más que el liderazgo debió elegir segundas peores opciones. Los gobernantes de este mundo no escogen las circunstancias en que deben desenvolverse. Tan sólo pueden operar en el margen, procurando maniobrar en un escenario que no controlan y que está determinado por las inexorables reglas de la historia. En definitiva, no existe una forma elegante de perder una guerra.

Acaso premonitoriamente, al finalizar la Guerra Fría, Henry Kissinger escribió en su obra “Diplomacy” (1994) que, por primera vez, en el naciente orden mundial que siguió a la caída de la Unión Soviética y el fin de la bipolaridad, los Estados Unidos no podían retirarse del mundo. Pero tampoco podían dominarlo.


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