El amor de una noche
Había sido muy guapa, y a los 82 años todavía lo era. Después he visto una foto de su juventud, con un vestido rojo que no hace sino confirmarlo. Fue realmente un trueno de mujer, de las que pisan fuerte. Nacida en la Martinica, enviada por sus padres a estudiar a Francia siendo quinceañera, entró precozmente en el mundo cultural parisién. Atractiva, audaz, lectora voraz, conoció en persona o entabló correspondencia con los nombres más importantes del momento: Anouilh, Camus, Sartre, Cocteau, el actor Jean Marais… Incluso llegó a tiempo de tratar a Colette antes de que la famosa novelista desapareciese. Adoraba a Alejandro Dumas en particular y la literatura en general, pero su libro favorito siempre fue el Quijote. Eso la llevó a vivir en Madrid, a enamorarse de España. A convertirse en la gran señora del hispanismo francés que fue toda su vida.
La conocí en Tolón, sur de Francia, hace poco más de un año. Se celebraba un congreso sobre la presencia del Mediterráneo en mis novelas, y allí se habían reunido catedráticos, profesores y amigos franceses, italianos, ingleses y españoles. Marie-Stéphane Bourjac, especialista en mi trabajo, era la moderadora de unas charlas que yo agradecía pero procuraba evitar o asumía con resignación, pues a todo novelista –al menos a mí me pasa– le avergüenza escuchar a quienes, aunque sea para bien y no para mal, desguazan y analizan sus libros. Aquella noche fuimos todos a cenar a Le Gros Ventre, y ella y yo nos sentamos juntos. Era una gran conversadora, entusiasta de muchas cosas que compartíamos. Hablamos de todo en varios tonos distintos, desde Juan Valera y Felipe Trigo hasta la pesca del atún rojo en el Mediterráneo. Del mar, que ambos necesitábamos. De la vejez, de la juventud y de los amores.
Para mi asombro, y seguramente el suyo, terminamos coqueteando. O algo parecido. La situación era agradable y Marie-Stéphane recobraba o recordaba, supongo, antiguos y gratos reflejos. Ecos de lo que fue y que, en aquel momento casi mágico, todavía era. Nos rozábamos las manos al conversar. Sus 82 años se desvanecían, diluidos en sus palabras y su sonrisa. Hablaba como si el tiempo no hubiera pasado en la vida de aquella jovencita que llegó a París, en la mujer que llegó a Madrid. Le brillaban los ojos, aniñándole el rostro. De pronto me hacía confidencias sobre su juventud, sobre su gato Mazarin y su nueva gata Tessa, adoptada, que si hubiera sido gato, aseguró, se habría llamado Sidi. Sobre su pasión infinita por el mar, en el que se bañaba incluso en invierno porque, decía, podía aguantar el frío tan bien como una ballena. Y también sobre un español cuyo nombre no pronunció, al que había amado durante toda su vida, pero junto al que no pudo envejecer.
No me habló de su cáncer hasta que salimos del restaurante. Caminábamos por la orilla del mar, muy por detrás del grupo. El cielo estaba cuajado de estrellas, destellaba un faro a lo lejos, y la penumbra de la noche difuminaba la frontera de nuestra edad. Se cogió de mi brazo y anduvimos despacio. Estaba muy enferma, confesó. Su vida dependía, sin remedio, de una operación de las que son decisivas, a cara o cruz. A vida o muerte. El quirófano estaba previsto para esas fechas, pero había conseguido aplazarlo para participar en el congreso. Eran aquéllos unos días felices que no quería perderse, dijo. Y añadió: “Estos días son para mí como una última luz antes de entrar en la oscuridad”. Fue exactamente lo que dijo: entrar en la oscuridad. En cuanto a mí, soy mejor escuchando que hablando, así que atendía en silencio. Se apretó un poco más contra mi brazo y apuntó de improviso, pensativa: “Por un tiempo fui una joven más bien disoluta”. Rió un poco al decirlo, y aún más cuando apunté: “Me habría gustado mucho conocerte cuando lo eras”. Seguía riendo cuando hizo un ademán hacia la noche y dijo: “Quizá en otro tiempo nos habríamos besado”. Asentí a eso, convencido. “No te quepa la menor duda”, repuse. Entonces se inclinó hacia mí y nos besamos en la mejilla el uno al otro.
Hace una semana me contactó desde Tolón una común y querida amiga, Marie-Thérèse García, para decirme que Marie-Stéphane se veía al borde de la oscuridad final, de la última certeza. La operación no había salido bien y se hallaba en cuidados paliativos, estoica como siempre, consciente de la situación; pero me enviaba sus recuerdos. “Cuando vayas a verla –respondí– dale un beso por mí, y dile que quiero que el último beso que reciba de un hombre sea mío”. Ayer, nuestra amiga me envió un correo electrónico para decirme que Marie-Stéphane había muerto. Que llegó a tiempo de darle mi encargo. Y que sonreía.
Arturo Pérez-Reverte / XL Semanal