En la era del deseo insaciable
Por Sergio Sinay. Escritor y periodista
Tú puedes. Es solo cuestión de proponértelo. Convertí tu sueño en realidad. Querer es poder. Emitido desde múltiples fuentes (películas, libros, videos, consejos de efímeros famosos, sermones de variopintos y exóticos gurúes, avisos publicitarios de diferentes productos) el mensaje está en el aire. Si te lo proponés, lo lograrás, lo conseguirás, lo tendrás. No importa de qué se trata. Tú puedes.
Mientras se acumulan necesidades existenciales y de supervivencia insatisfechas, se disparan deseos. Estos y aquellas son opuestos. Una necesidad es aquello que no puede no ser atendido: hambre, sed, abrigo, techo, pertenencia, reconocimiento, seguridad, amor. Las necesidades no son infinitas, y una vez contempladas reponen un equilibrio perdido y generan calma. Los deseos, una vez saciados, son inmediatamente remplazados por un nuevo deseo. Cuando se alcanza lo deseado esto deja de importar. Lo esencial no era ni disfrutarlo ni tenerlo, sino desearlo. La función del deseo es desear. En el primer siglo de nuestra era el filósofo griego Epicteto, que fue esclavo romano y fundó el estoicismo, advirtió que “el deseo y la felicidad no pueden vivir juntos”. Una calma los anhelos, el otro los incita.
En su libro La edad de la ira, lúcido e inquietante estudio sobre los gérmenes de la violencia y el terror que llevaron a la Primera Guerra Mundial, que reincidieron en la Segunda Guerra y que parecen vigentes hoy, el novelista y ensayista indio Pankaj Mishra describe a la actualidad como La Era del Anhelo Insatisfecho. Se nos dice y repite que somos libres para emprender y obtener, que no hay brecha entre desear y lograr y, sin embargo, escribe Mishra, “hay mucho más anhelo del que puede legítimamente hacerse realidad, más deseos de objetos de consumo del que pueden satisfacer los ingresos reales, más sueños de los que pueden compaginarse en una sociedad estable mediante la redistribución y nuevas oportunidades, más descontentos de los que pueden aliviar la política o las terapias tradicionales, más demanda de símbolos de estatus y productos de marca de los que pueden conseguirse por medios no delictivos, más exigencia de celebridad de la que pueden saciar períodos de atención cada vez más divididos”.
Así se incuban bolsones de insatisfacción y de resentimiento en un mundo al que se vende como sembrado de oportunidades y de libertad para acceder a lo que la voluntad y el deseo propongan. Esta promesa incumplida sería una causa de que la depresión esté a punto de convertirse en pandemia (como lo advierte la Organización Mundial de la Salud) y de que una generación de jóvenes frustrados y desesperanzados vea una salida utópica militando en el terrorismo mesiánico.
Así como el deseo continuamente incentivado tiene mucho que ver con el placer fugaz y nada con la felicidad, porque quien es feliz no anhela, la comprensión y atención de las necesidades siembra el terreno en el que puede fructificar el encuentro con el sentido de la propia vida. “Nuestro deseo desprecia y abandona lo que tenemos para correr detrás de lo que no tenemos”, escribía Michel de Montaigne (1533-1592) en sus célebres e inmortales Ensayos. Cada uno puede lo que puede y querer es querer, no es poder. La voluntad equivale a tener combustible en el tanque del vehículo. Pero no a haber hecho el viaje. Para esto hay que saber manejar, conocer el rumbo y, sobre todo, tener en claro un destino. Querer es el combustible, todo lo demás depende de un contacto con las necesidades y las posibilidades. Trabajo de autoconocimiento que el deseo suele impedir. “Feliz el que reconoce a tiempo que sus deseos no van de acuerdo con sus facultades.”, decía el gran escritor y pensador alemán Johann Wolfgang von Goethe (1749-1832). Esa persona será libre para atender sus necesidades y realizarse.