"Nos prestábamos remeras y pantalones para los bailes"
Rodolfo Melián vive a 100 metros de la casa paterna de David. "Éramos muy compinches", confiesa a EL LIBERAL.
"Me prestaba su remera. Se llevaba la mía. También pantalones. No zapatillas, porque era pie más grande".
Como la tierra cuan talco, el hombre atesora anécdotas en abundancia y a montones.
"Salíamos a la siesta a hondear en los pueblos. San Pedro, Félix, cualquiera. Jugábamos a la pelota de siesta. Ya grandes, íbamos en bicicleta a bailar, o a jugar la pelota. Por ahí volvíamos a los dos días, secos, sin plata".
Rodolfo juzga: "Él nunca cambió. Cuando vino (septiembre) me dijo varias veces: voy a hacerle una casa nueva a mi mami. La casa se le está cayendo. Me jodía y lo tranquilicé porque eso le daba ansiedad y le importaba".
Para el amigo (y primo), la niñez marca y define el norte de las personas.
"De chico fue muy sufrido, inteligente y con mucha maña. Sabía trenzar, hacer bozales, hachaba y no se achicaba en los campamentos".
Esa impronta lo hizo fuerte, tanto que no dejaba liberar emociones de fragilidad.
En este lado del mapa santiagueño, la niñez sufrida no desentona con su impronta. Sus hijos hasta suelen saltear etapas porque el temple adquiere firmeza, cuan guayacanes, algarrobos y quebrachos blancos que dominan la flora autóctona.
"Cada vez que aparecía, me llamaba a su casa. Recuerdo que me daba alguna remera, o camisa. A su manera me demostraba afecto. Más allá del valor material, me emocionaba que se acordara de su amigo. Tanto que ni siquiera un auto, o un departamento, lo cambió".
Rodolfo se emociona hasta las lágrimas. "Sabe, habíamos acordado que lo visitaría pronto en su departamento. Y me quedaría un tiempo para que no esté solo. No puedo creer esto. Discúlpeme", enfatiza al borde del quiebre emocional.