Letras Santiagueñas

Las malas aguas

Cuento de Daniela Rafael


Hasta el día del éxodo, no creía en la doble resurrección y por eso nunca pude abandonar mi pueblo. Pero luego soltaron el agua del nuevo dique. Desde aquel día me quedó la escasez del aire, la sensación de estar ahogado y enterrado como quedaron los muertos en el cementerio de La Villa.

Un buen día llegaron los del gobierno y dijeron que La Villa había sido fundada en un pozo; que el pozo sería un gran lago con un gran dique; que de nuestro sacrificio dependía la fertilidad de vastas superficies de tierras sumamente áridas y que, además, daría electricidad a mucha gente. Y no sé cuantas cosas más dijeron que dependían de nosotros. Entonces censaron a los vivos para construirles las casas en el Alto, como llamaban al lugar al que nos enviaron. Y después intentaron censar en el cementerio. Allí estuvo el problema: ninguno explicó a dónde llevarían a los muertos antes de largar el agua. Me sucedió de todo en los diez años que duró la obra. Mis tres hermanos mayores dejaron la Villa y no regresaron jamás; tampoco supe si habían logrado respirar esos buenos aires que la vieja -mi madre- creía que existían al Sur. Los que no partieron a Buenos Aires fueron muriéndose de a uno.

Primero murió mi abuela, después mi padre y mi madre. En ese orden. Igual me quedé en La Villa. Solo y por gusto me quedé. No es que me gustara la soledad, la Villa me gustaba, sí, la Villa…, mi pueblo, y en especial el agua caliente que brotaba de las vertientes y que muchos le temían. Mi padre señalaba un punto al oeste y decía que para ahí estaba el Aconquija y que de sus deshielos bajaba el agua y se iba metiendo por agujeros invisibles hasta encontrar los caminos subterráneos. No entendía qué era el Aconquija, ni cómo se hacían esos hielos, y menos cómo se sentía al agua helada. Mi madre le tenía miedo a esas vertientes calientes, se besaba el pulgar tres veces en nombre del Padre, del Hijo…. cuando me descubría bañándome en aquellas aguas. Aguas del diablo, le decía y contaba de una mujer bella que, en los atardeceres, salía de las aguas y tentaba a los hombres a bañarse y luego, adormecidos y débiles como los dejaba el agua, el maligno pactaba bien tranquilo con ellos. Cuando se murieron todos los que quedaban de mi familia y yo era un huérfano lastimero, corría a buscar esas aguas.

Durante un año pasé haciéndome quemar la piel, buscando el adormecimiento y que viniera el Maligno a ofrecerme un pacto. No le tenía miedo, al contrario, hasta rezaba para verlo aparecer y pedirle que me repusiera algo de lo que Dios me había quitado. Pero nadie vino por mí. Seguí huérfano y pobre y regresé a la iglesia, a donde el cura siempre me daba ánimo hablando del Día de la Resurrección de Todos los Muertos. Y comencé a esperar aquel día, a rezar para que llegara antes de que largaran el agua sobre la Villa. Mientras duró la espera hice guardia en el cementerio. Cada nuevo día, enfrente mismo de las tumbas de mis padres y de mi abuela.

Me venían muchas preguntas y trataba de respondérmelas ¿Resucitarán igualitos a cuando los vi por última vez? ¿Y si me hago viejo hasta entonces? ¿Pareceré el hermano de ellos y no su hijo? ¿Me reconocerán entre todos? y ¿Cómo se ordenarían? ¿En qué orden se resucita? El cura no me contestaba nada, sólo me pedía que tuviera fe y que creyera sin hacer tantas preguntas. Me tenía preocupado el imaginar la confusión que reinaría cuando se levantaran, uno a uno y unos sobre otros. A veces, me sorprendían rondando entre los monumentos precarios y las cruces de quebracho porque a ninguno parecía preocuparles lo mismo que a mí. Si nuestros muertos resucitaban después que se largara el agua y se inundara todo, seguro se morirían definitivamente. Mis padres no sabían nadar, mi abuela menos que menos. Y el cura nunca mencionó la doble resurrección.

La comunidad se reunía en la parroquia para recibir cualquier novedad sobre su destino. Mucho tiempo pasaron en juntas y diciéndose cosas. Los funcionarios eran los que más decían, se pasaron hablando y los de la Villa por ahí preguntaban alguna que otra cosa porque nadie sabía bien de lo que se hablaba, pero los funcionarios siempre decían La Gran Obra, la gran obra… Con el nombre se metía el miedo entre todos, como un nuevo habitante del pueblo. Yo iba para hacer algo también, escuchar al menos ya era entretenido. En una de las últimas reuniones quise intervenir y advertirle del peligro al que exponíamos a nuestros muertos si el Día de la Resurrección llegaba después de que soltaran el agua y se inundara la Villa.

Nadie me escuchó, a veces pienso que la palabra mágica era La Gran Obra. Quizás se daban vuelta, me escuchaban y no soltaban el agua hasta trasladar el cementerio al mismo lugar que nos llevaban a los vivos y censados.. Las tumbas de mis padres quedaron cerca de lo que sería la primera turbina. La palabra turbina la aprendí después cuando las maestras dibujaban las partes del Dique que había desviado el cauce natural del río Dulce. Cerca de esa turbina no sólo estaban mis padres, mi abuela, los padres de ellos y los de ellos. Cuatrocientos años tenía el cementerio. Y la misma edad sus muertos, por supuesto. Si bien era un cementerio desordenado, los míos estaban bien dispuestos y encajados. Veinte pasos de la primera turbina. Ya lo dije. O Como veinte brazadas. A ojo calculé las veinte brazadas, para entonces ya era un hombre. Con el tiempo, la gente dejó de ir a las reuniones y de reclamar. No sólo se cansaron de andar entre los calores rajantes y la tierra salitrosa pidiendo audiencias con funcionarios, o firmando notas dirigidas a ellos, sino que fueron intimidados por una pared de hormigón de cuatro kilómetros de largo. La ley mandaba expropiar las casas, los terrenos, todo y decía que iba a restablecernos en la ciudad, pero al cementerio, a los muertos, a ésos no se los iba a poder trasladar. Entonces, el sacerdote se empeñó en tranquilizar a los vivos y dijo que se arreglaría la última y única procesión en que encomendaríamos por las almas. Un segundo entierro, pensé. Aunque, al final, no debería decirse entierro porque en esta ocasión no serían tapados por tierra. ¿Cómo debe decirse? ¿Ahogados? ¿Enaguados? ¿Sumergidos? Lo único distinto en nuestras vidas durante los diez años que duró la obra, fue la obra. Aunque antes de completarse el Dique, ya estaba solo como un puma. “Los últimos serán los primeros” dijo el cura, una y otra vez, miles de veces, todo el santo día y todos los días hasta antes de dejar la Villa. Los últimos, se suponía, éramos nosotros. ¿Quién más sino? Y llegó al fin el día del éxodo.

La gente pasó en vela la última noche, la iglesia se mantuvo abierta y en cuanto clareó el cielo nos enfilamos en procesión y nos despedimos rezando lo que ya no volveríamos a ver. Había gente sobre el terraplén, agolpados ahí arriba; estaban felices y nos saludaban con banderines celestes y blancos como si fuéramos un ejército vencedor de quién sabe qué batalla. Pero en realidad, parecíamos los deudos de un velorio: con las cabezas entornadas, repitiendo las alabanzas que vociferaba el sacerdote, “bienaventurados los mansos, los hambrientos, los sedientos”.

Nadie hizo amague en husmear lo que dejaban atrás. Es lo que se ve en la foto, al menos es que recuerdo. Como si nunca hubiera salido de ahí. Juro que hasta las once de la mañana del primero de julio de 1967 esperé el Día de la Resurrección mientras todos esperaban la gran inauguración de la Obra. Cerca del mediodía, un bramido extraño y desconocido recorrió más leguas que los cien bombos legüeros que repiqueteaban desde temprano. Pensé que el hormigón estaba partiéndose, pensé que al final llegaba el Gran Día, que delante de la primera turbina vería levantarse con vida a mis muertos. Y de pronto vino el silencio. El cielo se volcó sobre el pozo y desapareció La Villa. A las once y media el agua comenzó a salir de todos lados. De los cuatro kilómetros de hormigón. De los músicos de la banda. Del almirante y el presidente. De mi ojos, de los ojos de mi patrón, de los ojos del cura y de todos los pobladores de La Villa. Todos éramos agua subiendo contra el terraplén del dique Frontal. Recién a la tardecita finalizaron los festejos. Con pereza fuimos bajando del terraplén y siempre enfilados detrás del cura.

Caminamos seis kilómetros hacia las nuevas casas que nos había mandado a construir el gobierno. Cuando llegamos, un funcionario nos señaló los cobertizos de ladrillos huecos y techados con fibrocemento. Nadie pudo decir nada. Ni al cura le salió palabra. Allí estuvimos dos años. Durante todo ese tiempo, el cura venía a rezar a diario. No sé aun por qué. Aunque continuaba repitiendo que seríamos los primero porque éramos los últimos. Me quedé a la par de mi patrón y su familia. Había crecido arreando cabras y después, manteniéndome con los pescados que me enseñaron a sacar de las malas aguas. Aprendí a nadar también. De todos los de aquella foto fui el único que aprendió a hacerlo. Mi patrón y los demás se reían, se reían de mi afán y mi despropósito como ellos creían que era.

En fin, entre el antes y el después del dique, nuestras vidas parecían andar en contramano a ellas mismas. Flotar sobre la tierra en la que solíamos alimentar a las cabras, esperando con paciencia a que picase un dorado. Y así pasó la vida. De un plumazo sucedió todo. Mi infancia allá abajo, el agua por arriba, el Día que no ha llegado aún y la bendición de que así no haya sucedido hasta que se cumpla mi última voluntad después de muerto. He aprendido lo suficientes sobre estas aguas y he dejado todo ordenado. Mis instrucciones han sido precisas y constan en un acta que redactó el juez de paz de Las Termas. Otro viejo amigo que nunca hizo preguntas ni me miró raro. Tres copias pedí que me diera, una la reserva él, otra el dueño de la funeraria y de quien también me hice amigo. La última la guardo yo junto a la foto de la procesión en la que sólo aparece retratado el niño que supe ser hace casi setenta años. También me tomé el trabajo de conseguir una excepción municipal, todo un expediente administrativo en el que intervino hasta el Concejo Deliberante y me llevo un año completo. No fue nada facil obtener el decreto firmado por el intendente. Pero de algo sirvió haber sido sacrificado por las aguas, al menos me concedieron la dispensa. No seré enterrado en ningún cementerio.

Mi cajón será lanzado en el gran lago, enfrente de la primera turbina. Mis legatarios, deberán asegurarse que las piedras estén en mi cajón para hacer peso suficiente y llegue lo más cerca que pueda del cementerio de la Villa. Si es verdad lo que siempre dijo el cura, cuando llegue el Día de la Resurrección debería levantarme primero porque fui el último. Entones podré señalar a los míos y llevarlos a la superficie para salvarlos de morir ahogados.

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