Letras Santiagueñas

Demasiadas escaleras

Cuentos de María Pía Danielsen

Realizó ese movimiento que involucra el brazo entero, describiendo una curva autoritaria desde el regazo hasta la extensión máxima del miembro superior derecho, incluyendo la mano, cuyos cuatro dedos cerrados dejaban únicamente al índice erecto señalando hacia arriba y a la puerta. Ese gesto acompañado del vozarrón nervioso hizo retroceder varios pasos al secretario del Juzgado, no sin antes tropezar con el escritorio pequeño en el cual se apoyaba la máquina de escribir y varios expedientes. El funcionario judicial tomó uno de ellos, lo adjuntó al oficio recién receptado y se dirigió a su oficina. Colocó el expediente con la carátula hacia abajo y el oficio como última página, agujereó las hojas tamaño oficio con una lezna grande en la parte superior izquierda, en el centro y en el sector inferior izquierdo. Con destreza y cólera mal disimulada, procedió a coser con una aguja gigante e hilo de algodón la documentación, pasando la punta por esos orificios, tirando la hebra y ajustando con un nudo sencillo. Su Señoría Doctor Ricardo Únzaga, Juez de Crimen, no gozaba de un buen día ese martes de junio de 1977. El malhumor se evidenciaba en las pupilas dilatadas, el rostro enrojecido, el desorden de los cabellos y por sobre todo, en los puñetazos firmes con que castigaba la pulida caoba del amplio escritorio. En realidad, su apariencia física no acompañaba al elevado criterio que poseía sobre sí mismo. De baja estatura, aproximadamente un metro sesenta y tres, complexión gruesa y cabeza cuadrada. En compensación, permanecía increíblemente erguido, levantando la mandíbula hasta la exaltación de las venas del cuello. Tres nuevos hábeas corpus se acumulaban a su ineptitud, cobardía y el desmedido interés por su propio beneficio. -Doctor, quiere hablar con usted de manera urgente la señora Alicia Gómez de Román, esposa del Jefe de Policía, Comisario General José Alberto Román- interrumpe el más novel empleado del juzgado las cavilaciones del juez. -Que pase la señora- respondió el juez. La mujer se presentó con más vergüenza que atrevimiento. Entró al despacho caminando lento, como si cargara en el cuerpo el alma convertida en tierra. Habló cansinamente, en voz baja, sin sacarse los anteojos negros. -Ayúdeme. Por mis tres hijos pequeños. Se lo ruego. Acto seguido, dejó caer su abrigo de lana dejando al descubierto sus blancos brazos marcados por hematomas y magulladuras. Exhibió su torso, con grandes máculas verdes provocadas por patadas inclementes. Dejando de lado los anteojos, expuso sus ojos, uno de los cuales se había convertido en una gran mancha hinchada, negra y azul. -Mi marido me pega. Necesito protección. -Señora Alicia, por favor, tome asiento. ¿Se hizo revisar por un médico? ¿Está tomando medicación? ¿Está segura que fue su marido el que le propinó esta golpiza?- -Ya fui al médico y me dieron analgésicos doctor. Por supuesto que estoy segura que fue mi esposo el que me golpeó. No es la primera vez, cada tanto vuelve irritado a casa, toma un poco de alcohol y se enoja por cualquier hecho sin importancia. Y descarga su ira en mi cuerpo. Estoy cansada, Su Señoría. Temo por la vida de mis niños más que por la mía. -¿Cuáles son los motivos por los cuales el Comisario Mayor actúa de esta manera? ¿Usted le falta el respeto? ¿Se ausenta del hogar? ¿Realiza las tareas domésticas? ¿Desatiende a sus hijos? ¿Tiene alguna amistad o relación inconveniente?- - ¡Ay señor juez! Soy una mujer de mi casa. Mi vida son mis hijos. No tengo vida social propia. Tampoco tengo profesión ni trabajo remunerado alguno. ¿Qué podría hacer para molestar a mi marido? Por Dios se lo juro, mi comportamiento es digno y decoroso. Rezo día y noche para que este tormento se termine. - Me compadezco de su situación, Alicia. Aprecio profundamente a su familia. Mi consejo es que trate de estar tranquila. Las ocupaciones de su esposo son de gran importancia y de mucha tensión. Descanse. Vaya a ver a sus padres. Vuelva a su hogar relajada cuando pase esta tormenta. Intente llevarse bien con el Comisario Mayor. No lo contradiga. El matrimonio atraviesa por etapas difíciles y hay que saber sobrellevarlas. Por usted misma y por sobre todo sus hijos. Los hijos de padres separados sufren demasiado y se desvían del buen camino. Hágame caso. Trate bien a su esposo y pídale perdón si es necesario. Yo le prometo que voy a hablar personalmente con el Señor Jefe de Policía para que este malentendido se solucione. Vaya tranquila querida amiga, yo la voy a ayudar. La mujer salió del Palacio de Tribunales por la calle Absalón Rojas y descendió por las escaleras de mármol. A modo de letanía, contaba los peldaños de mármol: uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, rellano, ocho, nueve, diez, once, doce, vereda y oscuridad. Alicia perdió el conocimiento y cayó al suelo tal como si su alma de tierra mezclada con lágrimas detenidas se hubiese deslizado hacia abajo, transformada en barro. El Doctor Ricardo Únzaga únicamente necesitó realizar un llamado al Comisario General José Alberto Román. Levantó el auricular del pesado teléfono negro de bakelita, escuchó el tono de llamada y colocó el dedo índice en el agujero correspondiente al número elegido, haciendo girar el disco en el sentido de las agujas del reloj hasta el tope. Y así sucesivamente marcó los cuatro dígitos del número telefónico de la oficina del Jefe de Policía. -Comisario General buenos días. Hay una situación con su esposa, trate de hablar con ella, vea si logra serenarla. Se presentó en el juzgado aduciendo maltrato físico y emocional. Intente que este tema no trascienda, usted sabe, por una cuestión de imagen y opinión pública. No tiene nada que agradecerme, para eso estamos, para darnos una mano cuando la necesitamos. Que tenga una excelente jornada- concluyó el juez. Con una preocupación menos, se dedicó a estudiar los tres hábeas corpus, que esperaban resolución. Mierda, mierda, mierda, repitió por lo bajo al ver el nombre del primo de su mujer, Segundo Díaz, entre los incluidos en la acción interpuesta. ¿Qué dios maldito permitió que el vago, irresponsable, drogón del pariente de Mercedes se metiera en semejante problema? Mierda, mierda, siguió elucubrando, esto puede costarme el cargo de Juez y la dignidad adquirida. Ahora debo apartarme, no puedo proveer la acción. Urgente, que el magistrado que me siga en turno entienda si el inútil idealista de Díaz ha sido privado de su libertad arbitrariamente. Mierda, mierda, se sabrá que hay un desaparecido en mi familia política. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete peldaños; rellano, ocho, nueve, diez, once, doce escalones; calzada y el juez Ricardo Únzaga que se dirige a su domicilio acumulando ira. Abrir la puerta de ingreso y desplegar su furia a viva voz fue la reacción inmediata. - Mercedes, Mercedes ¿me puedes explicar qué carajo pasa con tu familia colmada de hijos de perra? ¡Maldigo la hora en que contraje matrimonio y adquirí semejante parentela! Ninguno sirve. Lacras de la sociedad. Soñadores empedernidos con ínfulas de escritores. ¡Intelectuales de pacotilla! ¡No saben en qué mundo viven y perjudican a toda mi familia! Te prohíbo que frecuentes a tu familia de sangre. ¡En esta casa no se nombra a tu madre, ni a tu padre, ni a tus hermanos, ni mucho menos a tus primos! ¿Entendiste? ¡Esa escoria no vuelve a pisar esta casa! -Pero Ricardo ¿qué sucede? ¿Por qué atacas a la familia? Por favor, no grites, está conmigo tu hija Lucía - musito con voz queda Mercedes. - ¡No te atrevas a desobedecerme porque te va a costar muy caro! Conoces mi inflexibilidad en ciertos temas. ¡No se habla más del asunto!-gritó Su Señoría antes de encerrarse en su habitación. Mercedes se tragó la humillación en silencio, tomó de la mano a su hija de ocho años y salió del hogar. Vagar por la ciudad con una niña que hace preguntas y demuestra cansancio no le resultó de provecho. Ir a la casa de sus progenitores sí. El perfume de su madre, el trino de los pájaros en el fondo de la morada, el abrazo sostenido del padre calmaron los sentidos alterados de Mercedes. Y la pregunta inexistente flotando en el ambiente permaneció sigilosa, colgada y muda. Al Señor Juez de Crimen se le había subido la presión. Con los ojos inyectados en sangre, esperó a que Mercedes acueste a Lucía y que la niña conciliara el sueño. Lo que aconteció con posterioridad resultó una digna secuencia del séptimo infierno del Dante. Sin hablar, condujo a su esposa al dormitorio y cerró la puerta, resultando ser la entrada del averno con su misma inscripción pero esta vez invisible “abandona la esperanza si entras aquí”. Como primera escalada, la tomó por los cabellos y arrojó violentamente contra la pared. La mujer comenzó a balbucear y de su nariz comenzó a manar profusamente sangre. Como segunda embestida, la aplastó contra el muro, sujetándole firmemente los brazos con ambas manos mientras a pleno aullido la insultaba con todo tipo de groserías e infamias, colocando su boca demasiado cerca de los oídos de la pobre infeliz. Abandonándose a su verdugo, Mercedes no atinó a defenderse. Intentó poner su cabeza en blanco mientras el dolor hacía mella en cada parte de su cuerpo. O mejor, pensó mientras recibía un golpe de puño en la mejilla, voy a cantar por dentro esa canción de Sui Generis: ‘Detrás de las paredes que ayer se han levantado te ruego que respires todavía apoyo mis espaldas y espero que me abraces atravesando el muro de mis días Y rasguña las piedras y rasguña las piedras y rasguña las piedras hasta mi…’ Esa letra y música imaginada no impidió que el Juez abriese las palmas de sus dos manos y arremetiera contra los costados de la cabeza de su mujer, precisamente impactando las palmadas en las orejas, una y otra vez. La siguiente grada consistió en varias patadas a la altura de los riñones, mientras le exigía obediencia ciega y comportamiento adecuado a sus requerimientos, recordándole permanentemente que él era el hombre de la casa, el que sostenía económicamente al hogar y que no iba a tolerar insubordinación alguna. Lucía se despertó a causa de los gritos, los ruidos de los destrozos de los objetos al impactar en el piso y desde su miedo e inocencia, descendió del lecho, se arrodilló y juntando ambas manos suplicó a dios que bajase un ángel del cielo, se llevara a su padre y cobijara a su mamá. Dos días después, retornó a su público despacho. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, rellano, ocho, nueve, diez, once, doce, pasillo y oficina. Se sentó en el sillón tapizado en cuero y solicitó su desayuno. -Doctor, necesita hablar con usted el subcomisario Juan Martín Leuco, dice que es urgente- requirió el empleado que le traía el café con leche. -Que pase, lo voy a recibir- respondió Su Señoría. -Buen día doctor. Vengo a traerle una dolorosa noticia. La señora Alicia Gómez de Román, esposa del Jefe de Policía, Comisario General José Alberto Román a cometido suicidio- comentó el uniformado. -¿Suicidio? ¿Cómo sucedió el hecho? - replicó, mientras las palmas de sus manos se cubrían de helado sudor. -La señora sufría de una profunda depresión. Estaba bajo tratamiento siquiátrico y medicada. Esta madrugada, mientras el Jefe de Policía se encontraba en el baño, la esposa tomó el arma reglamentaria de Román y se disparó a la sien. Falleció en el acto. El Comisario Mayor se encuentra fuertemente impactado y no sale de su asombro- -Le agradezco me informe semejante infortunio. Enseguida me comunico con el Jefe Román y le brindo mis condolencias. Dadas las circunstancias, la investigación será corta, seguramente la autopsia concluirá que el trayecto de la bala se condice con el hecho de que la propia señora Alicia accionó el gatillo. Puede retirarse subcomisario- El doctor Ricardo Únzaga llamó por teléfono a su amigo Jefe de Policía, le dio el pésame y por sobre todo, le aseguró que la investigación sería una formalidad, concluiría probablemente en suicidio y sin transcendidos a la prensa. Le transmitió que por supuesto que entendía la gravedad de lo sucedido, el profundo dolor que le causaba y nuevamente se ponía a disposición del Comisario Mayor. Mercedes se enteró del fallecimiento de Alicia por un pequeño recuadro en el diario local. Esa muerte le hizo ruido. Más que dolor le produjo angustia, de esas que se inician en un nudo de la garganta y se expande en cada fragmento del cuerpo. Por sobre todo, hizo acelerar la resolución ya tomada. Preparó con esmero sus maletas y las de la niña. Pétreo su rostro y su decisión: habría un río más ancho que el de La Plata entre ellas dos y Su Señoría. Uniría las piezas de su rompecabezas personal en un sitio donde el espanto no tendría cabida. Mucho menos el sufrimiento. Rumiaba como invocación inmisericorde: “Debo salir, evitar la confusión y la parálisis. Permanecer en letargo con la llaga abierta en el pecho y la mirada vacua va a estrangular el hálito de mi vida. No te demores. El tiempo no espera.” El Señor Juez de Crimen ya no se plantaba orgullosamente enhiesto. El abandono de su mujer era una afrenta demasiado íntima como para aceptar que de esa forma debía finalizar su matrimonio. Realizó la proverbial llamada telefónica y se sentó a esperar. Y no demasiado. -Doctor ya realicé mi cometido. Se encontraban en la terminal de ómnibus prontas a partir hacia Córdoba. Están en la patrulla policial. En este mismo momento las llevo a su casa- explicó telefónicamente el Jefe de Policía al magistrado. Y ese día Mercedes supo que las puertas siempre estuvieron cerradas, y lo estarían hasta el fin de su existencia. Lucía Únzaga se despabiló y su cabello seguía siendo largo. No reconoció el lugar, pero si los libros que había sobre la mesa. Algunos eran sus favoritos. Otros los había escrito ella. ¿Hacía cuánto tiempo de eso? “Publicado en julio del 2012” decía en la última hoja su poemario. Encontró hojas oficio y lapiceras. Comenzó a escribir. Al fin y al cabo, era lo único que podía hacer. El médico forense Dr. Oscar Tapia observaba a la mujer desde hacía más de diez minutos a través del vidrio de la cámara Gesell. Adivinaba un calvario en el rostro perdido y golpeado que no devolvía las miradas. Miró su cuerpo pequeño con magulladuras violetas y se preguntó si su silencio hermético se debía a un serio trastorno siquiátrico. Tal vez esas escrituras frenéticas que realizaba en los papeles que le había dejado en medio de los libros contendrían las respuestas que la voz de Lucía se negaba a contestar. -¿Sigue igual?- Inquirió el médico siquiatra Luis Gallo. -Sí. Muda y sin dejar de escribir. Allí tienes varios de sus textos. Puedes leerlos e interpretarlos, si es posible- replicó el forense. Tomando las hojas, el psiquiatra leyó la desordenada escritura de Lucía: “Aritmética de Género: Sumando deberes, restando independencia, multiplicando obstáculos, dividiendo daños. Un golpe de puño por dos horas de ausencia, tres empujones por una sonrisa sarcástica, dos amenazas de muerte por dos intentos de abandono. Diez días de hospital por un botellazo en la cabeza…” “El perro soltó su cadena, saltó el cerco, ladró a la oveja, miró el cielo, cruzó el prado, arañó mi puerta, olió mi miedo, peleó con fantasmas, derribó mi sueño, abrió mis ojos mientras me mordía el cuello y me hizo su presa…” “Es porque la vida es circular. Cada renacer reinicia el círculo. ¿Crees que soy un caracol? ¿Me parezco a un laberinto en espiral? Giran mis ideas. Será porque no duermo bien de noche. Me olvido de todo. No soy una mujer. Debo ser una cicatriz…”. Después de hojear varios manuscritos el siquiatra observó -Tiene estudios esta señora, su lenguaje lo revela- -¡Seguro! Lucía Únzaga es escritora y Licenciada en Letras. ¿Recuerdas a su padre ya fallecido, el Juez de Crimen Ricardo Únzaga?- repicó el forense. -Lo recuerdo. ¿Por qué está detenida? Se la nota bastante golpeada ¿Tiene familia que pueda hacerse cargo de ella?- -Asesinó a su marido con un arma de fuego. Evidentemente era brutalmente agredida por él. Creo que tiene solo una hija, estudiante, me parece. Lo malo es que no habla. La encontraron tirada al lado del cadáver del esposo, inmóvil, con el arma en la mano y la mirada perdida- contestó con cierta conmiseración el Dr. Oscar Tapia. -¡Pobre mujer! ¿Ya tiene asistencia letrada?- averiguó el Doctor Gallo. - Todavía no. Se está esperando que algún defensor se haga cargo de su situación procesal- contestó algo preocupado el forense. Un peldaño, dos, tres, cuatro, rellano, cinco, seis, siete, ocho, acceso central del Palacio de Tribunales. Una joven de no más de veinticinco años camina resuelta por los pasillos sin perder el rumbo. De mediana estatura, delgada y de tez muy pálida. Ojos grandes y portafolio en sus manos. Un escalón, dos, tres, cuatro, cinco, seis, descenso al subsuelo del edificio de Justicia. Conduce sus pasos hacia la derecha y sin duda alguna, golpea la puerta de acceso a la cámara Gesell. El médico forense se apresura a abrir la puerta, mira con sorpresa a la visitante, le solicita que se identifique e indaga los motivos de su presencia. Sin titubeo alguno, muy erguida y con una convincente firmeza responde: “Soy la Doctora Victoria López Únzaga, abogada. Vengo a defender a mi madre”.
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