Me han dicho que te llamabas Laura
Por Lucas Daniel Cosci.
Antes de que cerraras la puerta
trasera, algo caería al suelo. No
te habías dado cuenta. Apurada.
Diligente. Enfrascada en alguna
urgencia impostergable. El remís
arrancaría en la esquina de la Libertad
y Belgrano, con el apuro
de no perder el verde del semáforo.
No te habías dado cuenta. En
el pavimento quedaba tu teléfono.
El auto avanzaba por la calle y
en el pavimento quedaba tu teléfono.
Abandonado y señero, quedaba
tu teléfono, como un triste
corazón sin dueño. Lo he recogido,
sin tiempo de hacer ni decir
nada, como a un triste corazón de
nadie, porque ya te habías alejado
demasiado, porque te habías alejado
para siempre. Te he seguido
hasta la esquina, inútilmente,
porque te habías alejado demasiado,
pero a lo mejor no tanto,
no tanto como para que vieras
mi brazo en alto. He quedado con
el teléfono en la mano, mirando el
auto que iba por la otra esquina.
No he podido gritarte, ni has visto
mi brazo en alto. He quedado
en medio de la calle con ese huérfano
en la mano. Me lo he llevado
con la idea de devolverlo. Ya vería
el modo. Claro que sí. Te encontraría
como sea.
Andaba por el centro, camino
a la casa de mi hermano, Heraldo.
Me esperaban. Antes de seguir
he mirado la pantalla, las últimas
llamadas y contactos. Después
lo he guardado en la mochila
hasta olvidarme. He seguido mi
camino. A la casa de mi hermano.
Me esperaban. ¿Podía imaginar
que estaba guardando los últimos
vestigios de tu voz?
En lo de Heraldo he estado poco
tiempo. Media hora, ponele.
Después al súper.
A la vuelta, un par de horas
más tarde, el timbre de un mensaje
me hace acordar que llevo una
cosa ajena en la mochila. Pienso:
Tengo que devolverlo, tengo que
devolverlo, cueste lo que cueste.
Llego a casa. Ceno. Solo, como
siempre. O no, porque hoy
me acompaña esta réplica de tus
tiempos que es como no estar solo,
es como una presencia implícita.
Después de cenar quedo en la
mesa a inspeccionar el artefacto.
Lo primero, las fotos. Veo las fotos.
Admito no resistir la tentación
de conocerte. Un viaje, un
cumpleaños, reuniones de trabajo,
objetos de la vida cotidiana y
retratos de seres que te rodean.
Niños que se repiten indefinidamente
en ambientes de hogar.
Sonrisas a granel. Felicidad congelada.
Me cuesta mucho ponerte un
rostro. El dueño de un teléfono es
el retrato más ausente, el ojo que
mira por el cristal de la ventana.
Ahora yo estoy usurpando esa visión
con las retinas de mi asombro.
Creo conocer tu cara en el
cuerpo de una mujer que aparece
de vez en cuando entre dos niños.
Linda, tu cara; lastima el maquillaje,
que nunca se repliega. No
es que te quedara mal, para nada,
pero hubiera querido verte de las
dos formas. Solitaria, tu cara. Con
un aire de pena, de días sin sosiego.
Joven, pero no tanto. Se puede
ver en tus gestos inmóviles el
asomo de una bondad retraída, la
mirada de alguien traspasado por
leves efectos de ternura. Pero de
una ternura limitada, controlada,
puesta siempre en su lugar. Los
rostros masculinos son de niños y
de viejos, o presencias que parecen
menos familiares.
Intento componer un torpe dibujo
biográfico. Son una mujer
sola, divorciada o viuda, con dos
hijos; trabajas con mucho sacrificio
para su sostén. A lo mejor te
plantaron y se fueron con otra.
Un sinvergüenza, ¿no te parece?
Es para romperle la cara a trompadas.
A vos, tan luego. Vives con
comodidades, pero sin lujos. Seguro
que trabajas demasiado.
Llegarías en la noche cansada
y abrazarías a tus niños y luego
les darías de cenar y al cabo de
algunos besos y risas, los llevarías
a dormir y te quedarías sola frente
al televisor hasta pasada la medianoche.
Eso es todo.
Tengo que apurarme. Por
Dios. Necesitas ese celular, con
urgencia. Una mujer como vos.
Tu trabajo, tus chicos, y tanta cosa
que cargas encima. Por eso voy
a los números de tus últimas llamadas.
Tengo la esperanza de que
una voz conocedora me diga tu
nombre, tu domicilio, cualquier
rastro.
Después voy a ir a entregarte
en manos propias y te voy a ver,
ahí, en frente mío, con tus ojos
traspasados de acotada ternura; y
me vas a decir gracias, no hay de
qué, ha sido un gusto y nos vamos
a despedir con un beso. Y me voy
a quedar feliz de haber devuelto
lo perdido y de que hayas sido
amable conmigo y, al fin, de haberte
conocido.
Así y todo, nadie atiende mi
llamada. Tres, cuatro, cinco intentos.
Y entonces, qué lástima,
no voy a poder devolver el teléfono
en manos propias, ni verte,
ahí, en frente mío, ni vos vas a poder
darme las gracias, ni yo decirte
no hay de qué, ni que haya sido
un gusto, ni nos vamos a despedir
con un beso. Tampoco voy
a quedarme feliz de haber devuelto
el teléfono. No voy a estar feliz
de que hayas sido amable conmigo
ni, por consiguiente, de haberte
conocido. Por cierto, no voy a
estar feliz de haberte conocido.
Después de probar insistentemente,
una voz masculina va a
contestar. Escucharla va a ser un
alivio, solo al principio. Le voy a
decir que he encontrado tu celular
en la calle, cuando subías a un
remís, que me diga un lugar para
llevártelo. Otra vez me veo entregando
en mano propia tu teléfono,
pero esa visión se interrumpe
con el golpe de un silencio superior
a cualquier espera. Después,
un confuso eco, que no voy a saber
si es un sollozo, una puteada
o las dos cosas al mismo tiempo.
Me van a cortar. Entonces habré
perdido del todo la calma.
Me voy a enterar más tarde. El
fin estaba antes que el principio.
Había sido testigo de tu viaje más
desdichado. ¿Me vas a creer si te
digo que no he oído las sirenas
de las ambulancias? Me han dicho
que te llamabas Laura, ¿puede
ser?l