EDITORIAL

El día que Santiago le ponga fin a los abusos sexuales

Santiago del Estero debe reaccionar. No se puede permitir la tortura que sus niños y sus mujeres vienen padeciendo calladamente. En ocasiones una vez, otras por meses y en los peores casos por años de abusos deshonestos y sexuales. Las víctimas son dos de los sectores más puros y bellos de su población: los inocentes más pequeños de la sociedad y las madres de esta tierra. Semana tras semana se vuelve desgarradoramente agotador en la Redacción encontrar calificativos a estos aberrantes, monstruosos, deleznables, repulsivos sujetos. Totalmente faltos de la más elemental reserva humanitaria, esos individuos son capaces de encontrar un objeto de deseo en un pequeño de cinco, nueve, tres, once, quince años (¡y en ocasiones hasta bebés!). Inocentes víctimas que usan para satisfacer sus enfermizas apetencias carnales, en lugar de acariciar su cabeza o besar sus frentes y tomarlos de la mano para guiarlos y protegerlos en el camino de la vida, como ellos realmente necesitan. No menos angustiante es la dura tarea de relatar las atrocidades de las cuales son víctimas decenas de mujeres (cientos a través de los años, en la provincia; y miles en todo el país), a manos de sus padres (título que solamente se usa para referir el grado de parentesco sanguíneo, pero en absoluto porque hayan ejercido esa noble e ineludible tarea de manutención, protección y de prodigar amor a todos sus vástagos). A tanto llega la enfermedad que ataca a ciertos grupos emparentados por lazos de sangre (no ya familias, por las mismas razones antes enunciadas). Tíos, abuelos, primos, hermanos son los indeseables protagonistas de violaciones, que en muchas ocasiones pretenden ocultar con la entrega de monedas de 10 centavos, o bajo amenazas de muerte a pequeños a quienes quizás ya mataron, tal vez no biológicamente (aunque sí hay casos como el atroz y vigente de Marito Salto, entre otros), pero sí en las cualidades intrínsecas de su infancia. Les matan la inocencia. Les destrozan la magia de ser niños. Les pisotean la ilusión de sentirse seguros y amados. Les arrebatan cruelmente y para siempre la confianza en los demás, convirtiendo a una criatura con un maravilloso futuro en un ser humano roto, y cuyos pedazos nadie sabe si alguna vez volverán a encajar. En ocasiones las niñas se vuelven adolescentes y se cansan y gritan su martirio. Otras veces, el agotamiento físico, mental, espiritual y sólo ellas saben de qué otras naturalezas, las acorralan ya adultas y denuncian ser madres de los hijos-nietos que sus propios padres les engendraron. Cuánta decadencia y miseria rezuman estas historias que pueblan y tiñen de incalificable dolor las páginas de un diario. Todos preferirían ver noticias que enaltecen al ser humano, que las hay, pero pierden cada vez más centímetros y columnas ante las atrocidades en las que cada vez más parecen superarse los violadores y abusadores. El Congreso de la Nación Argentina ratificó la vigencia y aplicabilidad en territorio argentino de la Convención de los Derechos de los Niños y Niñas el 27 de septiembre de 1990 mediante la ley 23.849 y la Asamblea Constituyente la incorporó al artículo 75 de la Constitución de la Nación Argentina en agosto de 1994. La misma explicita que los niños tienen derechos a ser protegidos contra todas las formas de abuso y explotación sexuales. Los derechos internacionales rezan: "Los niños y niñas deben disponer de todos los medios necesarios para crecer física, mental y espiritualmente, en condiciones de libertad y dignidad". Es hora de reaccionar. Una sociedad como la santiagueña no se puede permitir tal nivel de degradación. Las autoridades deberán reforzar los mecanismos para proteger a nuestros menores y nuestras mujeres. Cada ciudadano deberá constituirse en guarda y custodia de su inocencia, pureza y felicidad, sospechando, informándose, denunciando y, de ser necesario, defendiendo (quiera que no sea necesario llegar a esos extremos), a posibles o inminentes víctimas de abusos sexuales. Incluso las familias también deberán estar más alertas. No enviar a sus hijos solos a comprar porque el padre está cansado y la madre ocupada. No mirar para otro lado cuando un hombre abusa o golpea a una adolescente, niña o mujer. Sólo la sociedad puede evitar que la barbarie se imponga. De cada uno depende que este flagelo comience a retroceder y los sujetos con desviaciones sexuales sean detectados a tiempo y reciban tratamiento adecuado. Todo ello, antes de que sea tarde y se conviertan en los monstruos que nadie quiere lamentar. l

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