Desde los 11 años fue violada por el padre y luego la madre la entregó a un amigo de 30
Hoy tiene 16 años. Ayer relató su odisea a un juez y una fiscal. “Mi padre me violaba en el monte; mi madre lo engañaba y me prestaba a un amigo”. Tiene un hijo de 2 años. Y en la capital empezará una nueva vida.
Marisa (identidad ficticia) lloró varias horas, pero logró reconstruir sus días aciagos en el campo, ultrajada sexualmente por el padre y después por un hombre de 30 años.
Actualmente tiene 16 años. Desde los 11 se convirtió en esclava de su padre, quien “me llevaba al monte para violarme”, declaró ayer (en Cámara Gesell) al juez Ramón Tarchini Saavedra y la fiscal Érika Leguizamón.
La adolescente procede de Nueva Esperanza, departamento Pellegrini.
Su historia acaba de sumarse a la Justicia vía Dirección de la Niñez, Adolescencia y Familia (Dinaf).
Los técnicos la rescataron de una vida calamitosa, iniciada a los 11 años.
“Mi padre me llevaba al monte; me pegaba y abusaba. Si me negaba, amenazaba con violar a mis hermanos”, dijo la menor.
Según Marisa, pidió ayuda a la policía y el padre terminó preso. Días después, el entorno familiar la habría forzado a rectificarse, posibilitando así la excarcelación del padre.
Una mano
Como era imposible convivir después de tamaña decisión, “mi madre prácticamente me regaló a un amigo de 30 años”.
Pese a no amarlo, la adolescente reemplazó las palizas y el sexo de su padre, por el “cariño” y un plato de comida de ese “señor desconocido”.
En el campo, por ahí, el concepto de amor dista muchísimo -en sus grises- del encandilamiento o el cosquilleo del corazón que se sugiere en la ciudad.
Al poco tiempo, Marisa quedó embarazada.
“Con los meses me di cuenta que no lo quería. Él empezó a rigoriarme (retarla) porque no quería estar a su lado en la cama”.
A lo largo de casi dos horas, describió a los funcionarios: “Me la pasaba llorando. Él empezó a pegarme. A encerrarme”.
Denuncia
Tanto se habrían acentuado las palizas que una vecina decidió formular una denuncia policial que llegó a órbitas de la Dinaf.
Las asistentes sociales rescataron a la menor y pusieron en marcha los engranajes judiciales. Hoy, Marisa vive en un hogar para jovencitas sin familia; la acompañan otras chicas y su hijo de 2 años.
“Estoy muy contenta. Me falta poco para terminar la primaria”, afirmó sollozante a los funcionarios, quienes ordenaron que fuera asistida por psicólogos y médicos, a fin de verificar si quedaron secuelas de las innumerables vejaciones sexuales, cuyo desenlace asoma imprevisible. l
Actualmente tiene 16 años. Desde los 11 se convirtió en esclava de su padre, quien “me llevaba al monte para violarme”, declaró ayer (en Cámara Gesell) al juez Ramón Tarchini Saavedra y la fiscal Érika Leguizamón.
La adolescente procede de Nueva Esperanza, departamento Pellegrini.
Su historia acaba de sumarse a la Justicia vía Dirección de la Niñez, Adolescencia y Familia (Dinaf).
Los técnicos la rescataron de una vida calamitosa, iniciada a los 11 años.
“Mi padre me llevaba al monte; me pegaba y abusaba. Si me negaba, amenazaba con violar a mis hermanos”, dijo la menor.
Según Marisa, pidió ayuda a la policía y el padre terminó preso. Días después, el entorno familiar la habría forzado a rectificarse, posibilitando así la excarcelación del padre.
Una mano
Como era imposible convivir después de tamaña decisión, “mi madre prácticamente me regaló a un amigo de 30 años”.
Pese a no amarlo, la adolescente reemplazó las palizas y el sexo de su padre, por el “cariño” y un plato de comida de ese “señor desconocido”.
En el campo, por ahí, el concepto de amor dista muchísimo -en sus grises- del encandilamiento o el cosquilleo del corazón que se sugiere en la ciudad.
Al poco tiempo, Marisa quedó embarazada.
“Con los meses me di cuenta que no lo quería. Él empezó a rigoriarme (retarla) porque no quería estar a su lado en la cama”.
A lo largo de casi dos horas, describió a los funcionarios: “Me la pasaba llorando. Él empezó a pegarme. A encerrarme”.
Denuncia
Tanto se habrían acentuado las palizas que una vecina decidió formular una denuncia policial que llegó a órbitas de la Dinaf.
Las asistentes sociales rescataron a la menor y pusieron en marcha los engranajes judiciales. Hoy, Marisa vive en un hogar para jovencitas sin familia; la acompañan otras chicas y su hijo de 2 años.
“Estoy muy contenta. Me falta poco para terminar la primaria”, afirmó sollozante a los funcionarios, quienes ordenaron que fuera asistida por psicólogos y médicos, a fin de verificar si quedaron secuelas de las innumerables vejaciones sexuales, cuyo desenlace asoma imprevisible. l