Institucionalismo y populismo
E l discurso corriente de los sectores conservadores (pero no sólo de ellos), se funda en una oposición sumaria entre institucionalismo y autoritarismo. El autoritarismo sería sinónimo de arbitrariedad, y sus connotaciones peyorativas son evidentemente tautológicas: ¿Quién podría estar a favor del autoritarismo y la arbitrariedad? Por contraposición, el institucionalismo sería un talismán sagrado que garantizaría por sí mismo las virtudes republicanas y las políticas sensatas que fluirían de ellas. El segundo paso en este tipo de argumentación es inscribir otros términos y referencias en uno u otro polo de la oposición básica. El término “populismo” entra muy rápidamente en esta enunciación enumerativa y evaluativa como parte integrante, ni qué decirlo, del polo autoritario. Si el institucionalismo se presenta como condición necesaria de toda política coherente y racional, el populismo aparece, por el contrario, como el reino de la manipulación demagógica, del personalismo y de la arbitrariedad. Poner en cuestión este dualismo simplista requiere, por tanto, deconstruir las lógicas internas con las que sus dos polos han sido constituidos.
Comencemos por el institucionalismo. Las instituciones no son arreglos formales neutrales, sino la cristalización de las relaciones de fuerza entre los grupos. A cada formación hegemónica –entendiendo por tal la que se impone por todo un período histórico– habrá de corresponder una cierta organización institucional. Hay, por tanto, que preguntarse por las relaciones de poder existentes en la sociedad si se quiere develar el sentido de las instituciones. Por esto, cuando nuevas fuerzas sociales irrumpen en la arena histórica, habrán necesariamente de chocar con el orden institucional vigente que, más pronto o más tarde, deberá ser drásticamente transformado. Esta transformación es inherente a todo proyecto de cambio profundo de la sociedad.
Este lazo entre instituciones y cambio social es el que trata de cortar el “institucionalismo” corriente. La defensa del orden institucional a cualquier precio, su transformación en un fetiche al que se rinde pleitesía desconectándolo del campo social que lo hizo posible, es la que gobierna al discurso antipopulista de los sectores dominantes. Hay en él una tendencia inherente a sustituir la política por la administración. Ya Saint-Simon afirmaba que es necesario pasar del gobierno de los hombres a la administración de las cosas. Y para hacer un par de referencias a América Latina, “paz y administración” era el lema del general Roca, y en la bandera brasileña aun podemos leer “ordem e progresso”, que era la fórmula acuñada por la iglesia positivista de Río de Janeiro. En sus formas más extremas el institucionalismo tiende al tecnocratismo, es decir, a diluir las identidades populares globales y a sustituirlas por un gobierno elitista de los expertos.
Pasemos ahora al populismo. Para que haya populismo se requieren tres condiciones. La primera es que se construya una relación solidaria entre una pluralidad de demandas insatisfechas, que se forme entre ellas lo que hemos denominado una cadena equivalencial. Si la gente ve que hay demandas insatisfechas al nivel de la vivienda, de la salud, de la seguridad, de la escolaridad, del transporte, etc., entre todas estas demandas se da un proceso de interpenetración y de realimentación mutuas. Con esto se ha llegado al primer estadio de una experiencia que podemos llamar prepopulista. La segunda condición –el segundo estadio– consiste en elaborar, a partir de las demandas insatisfechas, un discurso dicotómico que divida a la sociedad en dos campos: los de abajo, el pueblo, y, frente a él, el poder social y político, cuyos canales institucionales tradicionales no logran vehiculizar las demandas de las masas. El tercer estadio tiene lugar cuando este discurso dicotómico cristaliza en torno a ciertos símbolos que significan al “pueblo” como totalidad. En la mayor parte de los casos es el nombre de una figura líder. Esto no da al líder un poder ilimitado, si dejara de responder a la cadena equivalencial de demandas que se ha formado en el primer estadio, su poder de atracción se vería erosionado muy rápidamente. Un populismo realmente democrático debe mantener un equilibrio entre la expansión horizontal de la cadena equivalencial de demandas y su acción vertical en la transformación del Estado.
Podríamos decir que institucionalismo y populismo son los dos polos extremos de un continuo –polos ideales, por reducción al absurdo, por así decirlo–. En la práctica esos extremos nunca se dan en su pureza, una hegemonía siempre se construye en algún punto al interior del continuo, nunca en sus extremos. No hay institucionalismo tan completo que pueda evitar enteramente la construcción de identidades populares antisistema, y no hay un populismo tan puro que abandone todo anclaje institucional.
La moraleja de lo que venimos diciendo es que cualquier proceso de transformación de la relación de fuerzas en el campo sociopolítico no puede verificarse sin una reforma profunda de las instituciones. Gramsci ya lo había entendido. A diferencia de Marx, que hablaba de la extinción del Estado, Gramsci hablaba de la construcción de un Estado integral, que fuera más allá de la tradicional dicotomía Estado/sociedad civil. Las dimensiones horizontal y vertical del accionar político, en sus interacciones mutuas, es lo que Gramsci denomino “hegemonía”.
La Argentina ha iniciado en 2003 un proceso emancipatorio que está conduciendo a una considerable expansión de la esfera pública y a la incorporación de numerosos sectores que tradicionalmente habían estado excluidos de ella. Este proceso de construcción de una hegemonía popular no podía darse, evidentemente, sin cambios fundamentales en el sistema institucional, cambios que han tenido lugar a través de una serie de medidas legislativas que están produciendo un desplazamiento progresivo en la relación de fuerzas entre los grupos. Todo esto debería culminar, en un futuro cercano, en una reforma constitucional.
Y una última reflexión. Decía al comienzo que el fetichismo institucionalista no es privativo de los sectores conservadores. En efecto, hay una izquierda liberal que habla casi en los mismos términos. Ahora bien, se supone que ser de izquierda es dar prioridad a un proyecto de cambio social radical. Pero si de lo único de que se habla es de la defensa de las instituciones existentes, ¿en qué queda ese proyecto? Sic transit Gloria mundi (o así transa Don Raimundo, como decía Mansilla).
Comencemos por el institucionalismo. Las instituciones no son arreglos formales neutrales, sino la cristalización de las relaciones de fuerza entre los grupos. A cada formación hegemónica –entendiendo por tal la que se impone por todo un período histórico– habrá de corresponder una cierta organización institucional. Hay, por tanto, que preguntarse por las relaciones de poder existentes en la sociedad si se quiere develar el sentido de las instituciones. Por esto, cuando nuevas fuerzas sociales irrumpen en la arena histórica, habrán necesariamente de chocar con el orden institucional vigente que, más pronto o más tarde, deberá ser drásticamente transformado. Esta transformación es inherente a todo proyecto de cambio profundo de la sociedad.
Este lazo entre instituciones y cambio social es el que trata de cortar el “institucionalismo” corriente. La defensa del orden institucional a cualquier precio, su transformación en un fetiche al que se rinde pleitesía desconectándolo del campo social que lo hizo posible, es la que gobierna al discurso antipopulista de los sectores dominantes. Hay en él una tendencia inherente a sustituir la política por la administración. Ya Saint-Simon afirmaba que es necesario pasar del gobierno de los hombres a la administración de las cosas. Y para hacer un par de referencias a América Latina, “paz y administración” era el lema del general Roca, y en la bandera brasileña aun podemos leer “ordem e progresso”, que era la fórmula acuñada por la iglesia positivista de Río de Janeiro. En sus formas más extremas el institucionalismo tiende al tecnocratismo, es decir, a diluir las identidades populares globales y a sustituirlas por un gobierno elitista de los expertos.
Pasemos ahora al populismo. Para que haya populismo se requieren tres condiciones. La primera es que se construya una relación solidaria entre una pluralidad de demandas insatisfechas, que se forme entre ellas lo que hemos denominado una cadena equivalencial. Si la gente ve que hay demandas insatisfechas al nivel de la vivienda, de la salud, de la seguridad, de la escolaridad, del transporte, etc., entre todas estas demandas se da un proceso de interpenetración y de realimentación mutuas. Con esto se ha llegado al primer estadio de una experiencia que podemos llamar prepopulista. La segunda condición –el segundo estadio– consiste en elaborar, a partir de las demandas insatisfechas, un discurso dicotómico que divida a la sociedad en dos campos: los de abajo, el pueblo, y, frente a él, el poder social y político, cuyos canales institucionales tradicionales no logran vehiculizar las demandas de las masas. El tercer estadio tiene lugar cuando este discurso dicotómico cristaliza en torno a ciertos símbolos que significan al “pueblo” como totalidad. En la mayor parte de los casos es el nombre de una figura líder. Esto no da al líder un poder ilimitado, si dejara de responder a la cadena equivalencial de demandas que se ha formado en el primer estadio, su poder de atracción se vería erosionado muy rápidamente. Un populismo realmente democrático debe mantener un equilibrio entre la expansión horizontal de la cadena equivalencial de demandas y su acción vertical en la transformación del Estado.
Podríamos decir que institucionalismo y populismo son los dos polos extremos de un continuo –polos ideales, por reducción al absurdo, por así decirlo–. En la práctica esos extremos nunca se dan en su pureza, una hegemonía siempre se construye en algún punto al interior del continuo, nunca en sus extremos. No hay institucionalismo tan completo que pueda evitar enteramente la construcción de identidades populares antisistema, y no hay un populismo tan puro que abandone todo anclaje institucional.
La moraleja de lo que venimos diciendo es que cualquier proceso de transformación de la relación de fuerzas en el campo sociopolítico no puede verificarse sin una reforma profunda de las instituciones. Gramsci ya lo había entendido. A diferencia de Marx, que hablaba de la extinción del Estado, Gramsci hablaba de la construcción de un Estado integral, que fuera más allá de la tradicional dicotomía Estado/sociedad civil. Las dimensiones horizontal y vertical del accionar político, en sus interacciones mutuas, es lo que Gramsci denomino “hegemonía”.
La Argentina ha iniciado en 2003 un proceso emancipatorio que está conduciendo a una considerable expansión de la esfera pública y a la incorporación de numerosos sectores que tradicionalmente habían estado excluidos de ella. Este proceso de construcción de una hegemonía popular no podía darse, evidentemente, sin cambios fundamentales en el sistema institucional, cambios que han tenido lugar a través de una serie de medidas legislativas que están produciendo un desplazamiento progresivo en la relación de fuerzas entre los grupos. Todo esto debería culminar, en un futuro cercano, en una reforma constitucional.
Y una última reflexión. Decía al comienzo que el fetichismo institucionalista no es privativo de los sectores conservadores. En efecto, hay una izquierda liberal que habla casi en los mismos términos. Ahora bien, se supone que ser de izquierda es dar prioridad a un proyecto de cambio social radical. Pero si de lo único de que se habla es de la defensa de las instituciones existentes, ¿en qué queda ese proyecto? Sic transit Gloria mundi (o así transa Don Raimundo, como decía Mansilla).