Las malas aguas Las malas aguas
Hasta el día del éxodo, no creía en la
doble resurrección y por eso nunca
pude abandonar mi pueblo. Pero
luego soltaron el agua del nuevo dique.
Desde aquel día me quedó la
escasez del aire, la sensación de estar ahogado
y enterrado como quedaron los muertos en el
cementerio de La Villa.
Un buen día llegaron los del gobierno y dijeron
que La Villa había sido fundada en un pozo;
que el pozo sería un gran lago con un gran
dique; que de nuestro sacrificio dependía la
fertilidad de vastas superficies de tierras sumamente
áridas y que, además, daría electricidad
a mucha gente. Y no sé cuantas cosas más dijeron
que dependían de nosotros. Entonces censaron
a los vivos para construirles las casas en
el Alto, como llamaban al lugar al que nos enviaron.
Y después intentaron censar en el cementerio.
Allí estuvo el problema: ninguno explicó
a dónde llevarían a los muertos antes de
largar el agua.
Me sucedió de todo en los diez años que duró
la obra. Mis tres hermanos mayores dejaron
la Villa y no regresaron jamás; tampoco supe si
habían logrado respirar esos buenos aires que
la vieja -mi madre- creía que existían al Sur.
Los que no partieron a Buenos Aires fueron
muriéndose de a uno.
Primero murió mi abuela,
después mi padre y mi madre. En ese orden.
Igual me quedé en La Villa. Solo y por gusto me
quedé. No es que me gustara la soledad, la Villa
me gustaba, sí, la Villa…, mi pueblo, y en especial
el agua caliente que brotaba de las vertientes
y que muchos le temían. Mi padre señalaba
un punto al oeste y decía que para ahí estaba el
Aconquija y que de sus deshielos bajaba el agua
y se iba metiendo por agujeros invisibles hasta
encontrar los caminos subterráneos. No entendía
qué era el Aconquija, ni cómo se hacían
esos hielos, y menos cómo se sentía al agua helada.
Mi madre le tenía miedo a esas vertientes
calientes, se besaba el pulgar tres veces en
nombre del Padre, del Hijo…. cuando me descubría
bañándome en aquellas aguas. Aguas
del diablo, le decía y contaba de una mujer bella
que, en los atardeceres, salía de las aguas y
tentaba a los hombres a bañarse y luego, adormecidos
y débiles como los dejaba el agua, el
maligno pactaba bien tranquilo con ellos.
Cuando se murieron todos los que quedaban
de mi familia y yo era un huérfano lastimero,
corría a buscar esas aguas.
Durante un
año pasé haciéndome quemar la piel, buscando
el adormecimiento y que viniera el Maligno a
ofrecerme un pacto. No le tenía miedo, al contrario,
hasta rezaba para verlo aparecer y pedirle
que me repusiera algo de lo que Dios me
había quitado.
Pero nadie vino por mí. Seguí huérfano y pobre
y regresé a la iglesia, a donde el cura siempre
me daba ánimo hablando del Día de la Resurrección
de Todos los Muertos.
Y comencé a esperar aquel día, a rezar para
que llegara antes de que largaran el agua sobre
la Villa.
Mientras duró la espera hice guardia en el
cementerio. Cada nuevo día, enfrente mismo
de las tumbas de mis padres y de mi abuela.
Me
venían muchas preguntas y trataba de respondérmelas
¿Resucitarán igualitos a cuando los vi
por última vez? ¿Y si me hago viejo hasta entonces?
¿Pareceré el hermano de ellos y no su
hijo? ¿Me reconocerán entre todos? y ¿Cómo se
ordenarían? ¿En qué orden se resucita?
El cura no me contestaba nada, sólo me pedía
que tuviera fe y que creyera sin hacer tantas
preguntas.
Me tenía preocupado el imaginar la confusión
que reinaría cuando se levantaran, uno a
uno y unos sobre otros. A veces, me sorprendían
rondando entre los monumentos precarios
y las cruces de quebracho porque a ninguno
parecía preocuparles lo mismo que a mí.
Si nuestros muertos resucitaban después
que se largara el agua y se inundara todo, seguro
se morirían definitivamente. Mis padres
no sabían nadar, mi abuela menos que menos.
Y el cura nunca mencionó la doble resurrección.
La comunidad se reunía en la parroquia para
recibir cualquier novedad sobre su destino.
Mucho tiempo pasaron en juntas y diciéndose
cosas. Los funcionarios eran los que más decían,
se pasaron hablando y los de la Villa por
ahí preguntaban alguna que otra cosa porque
nadie sabía bien de lo que se hablaba, pero los
funcionarios siempre decían La Gran Obra, la
gran obra… Con el nombre se metía el miedo
entre todos, como un nuevo habitante del pueblo.
Yo iba para hacer algo también, escuchar
al menos ya era entretenido. En una de las últimas
reuniones quise intervenir y advertirle del
peligro al que exponíamos a nuestros muertos
si el Día de la Resurrección llegaba después de
que soltaran el agua y se inundara la Villa.
Nadie
me escuchó, a veces pienso que la palabra
mágica era La Gran Obra.
Quizás se daban vuelta, me escuchaban y no
soltaban el agua hasta trasladar el cementerio
al mismo lugar que nos llevaban a los vivos y
censados..
Las tumbas de mis padres quedaron cerca
de lo que sería la primera turbina. La palabra
turbina la aprendí después cuando las maestras
dibujaban las partes del Dique que había
desviado el cauce natural del río Dulce.
Cerca de esa turbina no sólo estaban mis
padres, mi abuela, los padres de ellos y los de
ellos. Cuatrocientos años tenía el cementerio.
Y la misma edad sus muertos, por supuesto. Si
bien era un cementerio desordenado, los míos
estaban bien dispuestos y encajados. Veinte
pasos de la primera turbina. Ya lo dije. O Como
veinte brazadas. A ojo calculé las veinte brazadas,
para entonces ya era un hombre.
Con el tiempo, la gente dejó de ir a las reuniones
y de reclamar. No sólo se cansaron de
andar entre los calores rajantes y la tierra salitrosa
pidiendo audiencias con funcionarios, o
firmando notas dirigidas a ellos, sino que fueron
intimidados por una pared de hormigón de
cuatro kilómetros de largo.
La ley mandaba expropiar las casas, los terrenos,
todo y decía que iba a restablecernos
en la ciudad, pero al cementerio, a los muertos,
a ésos no se los iba a poder trasladar. Entonces,
el sacerdote se empeñó en tranquilizar
a los vivos y dijo que se arreglaría la última y
única procesión en que encomendaríamos por
las almas.
Un segundo entierro, pensé. Aunque, al final,
no debería decirse entierro porque en esta
ocasión no serían tapados por tierra. ¿Cómo
debe decirse? ¿Ahogados? ¿Enaguados? ¿Sumergidos?
Lo único distinto en nuestras vidas durante
los diez años que duró la obra, fue la obra.
Aunque antes de completarse el Dique, ya estaba
solo como un puma.
“Los últimos serán los primeros” dijo el cura,
una y otra vez, miles de veces, todo el santo
día y todos los días hasta antes de dejar la
Villa.
Los últimos, se suponía, éramos nosotros.
¿Quién más sino?
Y llegó al fin el día del éxodo.
La gente pasó
en vela la última noche, la iglesia se mantuvo
abierta y en cuanto clareó el cielo nos enfilamos
en procesión y nos despedimos rezando
lo que ya no volveríamos a ver. Había gente sobre
el terraplén, agolpados ahí arriba; estaban
felices y nos saludaban con banderines celestes
y blancos como si fuéramos un ejército vencedor
de quién sabe qué batalla. Pero en realidad,
parecíamos los deudos de un velorio: con
las cabezas entornadas, repitiendo las alabanzas
que vociferaba el sacerdote, “bienaventurados
los mansos, los hambrientos, los sedientos”.
Nadie hizo amague en husmear lo que dejaban
atrás. Es lo que se ve en la foto, al menos
es que recuerdo. Como si nunca hubiera salido
de ahí.
Juro que hasta las once de la mañana del
primero de julio de 1967 esperé el Día de la Resurrección
mientras todos esperaban la gran
inauguración de la Obra. Cerca del mediodía,
un bramido extraño y desconocido recorrió
más leguas que los cien bombos legüeros que
repiqueteaban desde temprano. Pensé que el
hormigón estaba partiéndose, pensé que al final
llegaba el Gran Día, que delante de la primera
turbina vería levantarse con vida a mis
muertos. Y de pronto vino el silencio.
El cielo se volcó sobre el pozo y desapareció
La Villa.
A las once y media el agua comenzó a salir
de todos lados. De los cuatro kilómetros de
hormigón. De los músicos de la banda. Del almirante
y el presidente. De mi ojos, de los ojos
de mi patrón, de los ojos del cura y de todos los
pobladores de La Villa. Todos éramos agua subiendo
contra el terraplén del dique Frontal.
Recién a la tardecita finalizaron los festejos.
Con pereza fuimos bajando del terraplén y
siempre enfilados detrás del cura.
Caminamos
seis kilómetros hacia las nuevas casas que nos
había mandado a construir el gobierno. Cuando
llegamos, un funcionario nos señaló los cobertizos
de ladrillos huecos y techados con fibrocemento.
Nadie pudo decir nada. Ni al cura
le salió palabra. Allí estuvimos dos años. Durante
todo ese tiempo, el cura venía a rezar a
diario. No sé aun por qué. Aunque continuaba
repitiendo que seríamos los primero porque
éramos los últimos.
Me quedé a la par de mi patrón y su familia.
Había crecido arreando cabras y después, manteniéndome
con los pescados que me enseñaron
a sacar de las malas aguas. Aprendí a nadar
también. De todos los de aquella foto fui el
único que aprendió a hacerlo. Mi patrón y los
demás se reían, se reían de mi afán y mi despropósito
como ellos creían que era.
En fin, entre
el antes y el después del dique, nuestras vidas
parecían andar en contramano a ellas mismas.
Flotar sobre la tierra en la que solíamos
alimentar a las cabras, esperando con paciencia
a que picase un dorado.
Y así pasó la vida. De un plumazo sucedió
todo. Mi infancia allá abajo, el agua por arriba,
el Día que no ha llegado aún y la bendición de
que así no haya sucedido hasta que se cumpla
mi última voluntad después de muerto.
He aprendido lo suficientes sobre estas
aguas y he dejado todo ordenado. Mis instrucciones
han sido precisas y constan en un acta
que redactó el juez de paz de Las Termas.
Otro viejo amigo que nunca hizo preguntas ni
me miró raro. Tres copias pedí que me diera,
una la reserva él, otra el dueño de la funeraria
y de quien también me hice amigo. La última
la guardo yo junto a la foto de la procesión en
la que sólo aparece retratado el niño que supe
ser hace casi setenta años. También me tomé el
trabajo de conseguir una excepción municipal,
todo un expediente administrativo en el que
intervino hasta el Concejo Deliberante y me llevo
un año completo. No fue nada facil obtener
el decreto firmado por el intendente. Pero de
algo sirvió haber sido sacrificado por las aguas,
al menos me concedieron la dispensa. No seré
enterrado en ningún cementerio.
Mi cajón será lanzado en el gran lago, enfrente
de la primera turbina. Mis legatarios,
deberán asegurarse que las piedras estén en
mi cajón para hacer peso suficiente y llegue lo
más cerca que pueda del cementerio de la Villa.
Si es verdad lo que siempre dijo el cura, cuando
llegue el Día de la Resurrección debería levantarme
primero porque fui el último. Entones
podré señalar a los míos y llevarlos a la superficie
para salvarlos de morir ahogados.